El pasado 19 de enero moría en una céntrica calle de París el fotógrafo René Robert. Podríamos pensar que le habría dado un infarto, que decenas de transeúntes acudieron raudos a socorrerlo y que cuando, pocos minutos tarde, llegó la ambulancia para salvarle ya no había nada que hacer. Pero no fue así. René se cayó en plena calle a las nueve de la noche, no se sabe qué pudo provocar su caída, si un infarto, un desvanecimiento, o un ictus, eso poco importa. Lo que realmente importa es que estuvo tendido en el suelo sin que nadie se parara a socorrerle hasta las seis de la madrugada. Nueve horas tendido solo en el suelo, muchas de ellas con gente pasando de largo por su lado. Nadie, absolutamente nadie, se detuvo a ayudarle o a interesarse por él. René murió de frío, pero no del frío de la noche parisina, sino del de las personas que pasaron junto a él sin detenerse. La hipótesis más aceptada dice que la gente no le atendió porque le confundieron con un sin hogar, como si eso pudiera justificar su no hacer nada.
Lo que mató a René fue la indiferencia en la que nos hemos acostumbrado a vivir, el egoísmo que marca nuestras vidas, la falta de empatía y de humanidad que hemos dejado que se apodere de nosotros. Esa hipótesis que pretende acallar conciencias alegando que se trataba de un sin hogar es el más terrible exponente de hasta dónde ha alcanzado nuestra inhumanidad. Pocas muestras más claras de nuestra aporofobia. Las noticas que nos hablan a diario de las decenas de personas que mueren ahogadas intentando llegar a nuestras costas han transformado su tragedia en nuestra indiferencia. Sus muertes no nos importan porque no son como nosotros, son pobres. Haber llegado a presenciar la muerte en la calle de René en directo y haber pasado de largo es un paso más, solo uno más, del camino hacia la abyección y la barbarie que, entre todos, hemos construido.
Pero René era un fotógrafo famoso, por eso su muerte ha trascendido y ha sido noticia. La de los demás Renés que mueren a diario de frío en las calles o ahogados en el mar ya ni siquiera es noticia.
Dedicó su vida a fotografiar a los más grandes del flamenco. Siempre lo hizo en blanco y negro, porque para René solo el blanco y negro podía retratar al duende. Su vida fue la fotografía del flamenco. Su muerte, la radiografía de nuestra sociedad. Ambas, como la vida y la muerte, son en blanco y negro. Que la persona que, a las seis de la madrugada, llamó a la ambulancia fuera precisamente un sin hogar debería hacernos pensar, y mucho.