Las dificultades para acceder a la atención sanitaria se han convertido en un tema de conversación frecuente en la calle. Las quejas se concentran en la atención primaria y en el acceso a las especialidades, con atención telefónica absurda y plazos eternos. También hay quejas de las urgencias, que pueden mandarte a casa con una apendicitis o un herpes sin diagnosticar o donde un paciente puede esperar ocho horas con una mano rota a que llegue un traumatólogo.
Mientras, se convierte en noticia el incremento de los seguros privados y las ganancias de las empresas de la enfermedad, tras las que suele haber fondos de inversión que solo valoran beneficios económicos. Unos beneficios que también crecen por la vía de parasitar el sistema estatal, que apuesta por contratos privados para externalizar servicios en vez de dotarse del personal para ofrecer una atención adecuada. La excusa de la COVID-19 no cuela, solo se le utiliza para justificar la intensificación de un proceso de privatización que lleva años en marcha.
La privatización tiene efectos sobre la salud. Para el negocio hace falta una población enferma, que consuma atención y medicamentos. Mientras que un sistema verdaderamente público apostaría por mantener la salud de la población, para lo que es imprescindible una medicina preventiva, la participación ciudadana y de todos los agentes que puedan contribuir a este objetivo, radicalmente opuesto al negocio de fondos de inversión. El reto es urgente.