Estamos ya en período preelectoral. Es pronto, a tenor de los calendarios que se presentan, pero las declaraciones que se van conociendo conducen a diferentes propuestas. Una que es recurrente es la promesa de reducción de la presión fiscal. Bajar los impuestos es una de las ofertas populistas reiteradas en período electoral; suele ir emparejada a la promesa de que, en paralelo, no se va a recortar el gasto social público. Los proponentes fían todo al crecimiento económico, es decir, a su mantenimiento casi inalterable, ajeno a los ciclos, de forma que esto constituiría el principal estímulo para obtener los recursos necesarios. Bajar los impuestos se ha convertido en un mantra para las fuerzas políticas, incluidas las de izquierdas.
Esta invocación se ha hecho siempre. Y me temo que siempre se va hacer, toda vez que forma parte del acerbo de quienes dirigen las campañas electorales. Lo vimos hace unos años con Rodríguez Zapatero, cuando afirmó que bajar impuestos era también un signo de la izquierda, hecho que generó no pocas críticas; y se ha podido observar con claridad en los gobiernos conservadores de Mariano Rajoy y de José Ramón Bauzá: en estos últimos casos, se produjeron grandes subidas impositivas, con el pretexto de que ambos mandatarios habían encontrado problemas graves en las respectivas haciendas, problemas que, por cierto, conocían perfectamente cuando, en campaña, formulaban la propuesta de reducción de tributos.
Hay, pues, un componente de engaño deliberado por parte de quienes explican a la ciudadanía lo que ésta quiere escuchar, aunque sepan que va a resultar difícil, por no decir imposible, cumplirlo. La credibilidad sólo es plausible si los gastos que se anuncia mantener se compensan con ingresos correspondientes. La curva de Laffer, el instrumento teórico que justifica el axioma de que bajar impuestos acabará por incrementar la recaudación –tal y como el propio Laffer explicó al presidente Reagan–, apenas se ha cumplido empíricamente. De hecho, el mayor déficit público de la economía norteamericana se produjo con Reagan, bajo las recetas de contracción de impuestos a la franja más rica de renta, con la presunción de que ese ahorro tributario aumentaría las inversiones y, por ende, la ocupación y el crecimiento económico.
Nada de eso aconteció, toda vez que el entonces presidente se embarcó en un programa brutal de gasto militar que desarboló por completo las cuentas públicas. Hoy en día, formaciones de derecha y ultraderecha exigen la rebaja de impuestos y mantener el gasto social, cosa harto difícil de conseguir. Máxime en un país en el que la presión fiscal se encuentra varios puntos por debajo de la media europea, y donde la evasión y el fraude fiscal se pueden evaluar entorno a los 70.000 millones: una línea de investigación hacendística en la que trabajar. Quien proponga una rebaja fiscal está en su derecho: es una opción de política económica. Pero resulta difícil que haga eso y no recorte el gasto. También esto último debería discutirse en las propuestas electorales. Sobre todo, para evitar más engaños de los necesarios.