El pasado diciembre, unos días antes de que se iniciara el centenario de la muerte de su poeta predilecto (y el mío), Costa i Llobera, falleció don Bernat Cifre. Tuve la gran fortuna de tratar mucho a mi profesor de Latín del Institut Ramon Llull. A finales de los setenta el Ramon Llull era un centro deslumbrante donde ejercían el magisterio verdaderas eminencias, como los dos Font, el señor Roca, las señoritas Sancho y Valdueza, el incomparable don Máximo San Miguel, don Juan Galmés, Eusebio Riera, el gran Alberto Saoner, nuestro Emili Gené y tantos y tantos personajes muy cultos porque, en aquellos tiempos, las oposiciones y las no oposiciones a profesor de Instituto eran nacionales y durísimas de modo que solo accedían los mejores. Gerardo Diego, Domínguez Ortiz o Torrente Ballester, tres eminencias, fueron catedráticos de Instituto, en el caso de Torrente y de Domínguez en Mallorca (a este gran historiador le sustituyó en el Joan Alcover otro gran historiador, mi querido maestro Álvaro Santamaría). A esa cuadrilla de intelectuales con una formación excelsa perteneció don Bernat Cifre: se formó en la Universidad de Barcelona, estuvo unos años destinado en Granollers y por fin pudo tomar mando en plaza como catedrático de Latín en Palma. Sus clases eran muy didácticas y muy lúdicas; quienes teníamos y tenemos la sesera de adoquín aprendíamos con rapidez y frugalidad la lengua de Cicerón y de Virgilio. Don Bernat explicaba la activa y la pasiva diciendo que era como un gato a quien se le metía el brazo por la boca y se le daba la vuelta. Era un sabio, ameno, jocundo, entretenido e imaginativo, con rarezas como esos enormes cuadernos en los que apuntaba todo con su caja de rotuladores de colores (Leandro Garrido Álvarez le compuso este ripio: «Cifre literato / pinta garabatos». El profesor Leandro, alumno también de don Bernat, paradojas de la vida, dio el año pasado clases en el Ramon Llull). Su verdadera vocación era escribir y anduvo cultivando en varios libros la lírica en un mallorquín bellísimo, teniendo como fondo siempre el paisaje de Mallorca. En temas de erudición diseccionó con pericia el mundo grecolatino de Costa i Llobera. A mi juicio fue el epígono y último defensor a ultranza de la Escuela Mallorquina, un movimiento que no se ha valorado debidamente y que está todavía por catalogar y apreciar. Músico, director de coro, pianista aficionado que dejaba con la boca abierta, desde su Pollença natal, a los profesionales del gremio acústico. En Palma solía comer con Cristóbal Serra en el celler Montenegro y después se hizo habitual del celler Sa Premsa. Gastaba sombrero de ala ancha y elegante gabardina, durante un tiempo lo veía pasear por la Rambla con una señora muy atractiva. Los últimos años fueron muy duros para él, no tenía ya movilidad, ni podía circular con la energía y el entusiasmo que le eran propio. Todas las Navidades me llamaba por teléfono a Madrid. El 17 de diciembre publiqué en Ultima Hora una Tribuna sobre el centenario de Costa i Llobera en la que lo mencionaba, me extrañó mucho que no me llamara, ya no podía. En su original esquela mortuoria, y en su tumba, se lee que «Ens vegem al Cel»: que así sea querido Maestro.
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