Empieza el próximo año un día que se ha quedado enganchado en la última semana de éste y algo tiene que significar. Igual que aqueos y troyanos creían ver augurios y presagios por doquier –sobre todo si aparecía un águila al inicio de una batalla–, que habite el primer día de 2022 en la semana última de 2021 no es un asunto menor y, desde luego, causará cierta incomodidad entre la gente de orden y/o con manías (a veces es lo mismo; la búsqueda compulsiva de orden puede ser una manía). Y todo eso, sin entrar en disquisiciones sobre si el primer día del nuevo año es el último o el penúltimo de la semana.
Hay quienes interpretan que la semana acaba en domingo pero, también, quienes aseguran que ese día es el primero. Sea como sea, invita a la reflexión un día que está en dos momentos a la vez: el de marcharse y el de llegar. Mucho tendrá que esforzarse el 1 de enero de 2022 para demostrar que llega libre y sin ataduras, que tendrá la suficiente autonomía para romper con lo que deja atrás. Lejos queda aquel 2018 que empezó en lunes y que –visto en perspectiva– fue el último de nuestra era tal como la conocimos pues el siguiente, 2019, fue el primero de la COVID.
El año 2019 se inició como si tal cosa, con toda naturalidad, y se reservó para el final la circunstancia que lo definiría y pasaría a la historia. Miro el calendario de la pared al que sólo le queda una hoja (ese de los números grandes donde los festivos están en rojo); levanto esa hoja brevemente, la observo como de tapadillo, y contemplo la disposición de las cifras que forman el 2022. Me parece un número muy loco. Si fuera humano (el número) pediría cita para una sesión de psicoanálisis. Ahí es nada tres cisnes o patos (tres doses) custodiando un cero que igual es un agujero por el que caerán. O quizá sea es el ojo de cristal de un telescopio como ese que busca la primera luz del Universo.