Me resultaría muy difícil encontrar una opinión tan apropiada al momento que vivimos como la ya lejana en el tiempo de Walter Benjamin: «La única revolución pendiente no consiste en empujar el progreso, sino en parar la historia cuando el progreso nos devora». Benjamin fue un suicida que llegó a su decisión final consciente de que la policía franquista lo iba a entregar a la Gestapo. Como tantos otros talentos que ha dado la humanidad, él también se sintió dueño de su vida y su destino. Lo que le puede llevar a uno el preguntarse la razón por la cual el reciente suicidio de una conocida actriz ha contribuido a atizar una campaña acerca de la salud mental. ¿A todos los suicidas se les puede considerar víctimas de una insania mental? ¿De verdad que no parece una generalización más bien torpe e interesada? Claro, uno recuerda los tiempos en los que de estas cosas se hablaba más en serio.
Entonces, el término antipsiquiatría despertaba incluso una cierta curiosidad; se leía a Laing y a Cooper, se ponían en cuestión terapias y rancios conceptos consagrados desde la ciencia oficial, en suma se aportaban caminos hacia el debate. Siempre fue evidente que la ciencia oficial acabaría imponiéndose –hasta por razones de confort intelectual, entre muchas otras– pero valió la pena el intento, cuando menos indujo a la reflexión.
Hoy, todo parece reducirse a una cuestión de salud mental, dejando atrás juicios, debidos a notables talentos, que llegan a referirse al suicidio como una forma extrema de vitalismo. Existen ocasiones en las que hay derecho a pensar que así es. Pero, no nos engañemos, lo de relacionarlo con la salud mental resulta más socorrido.