Es impresionante la naturalidad con la que en determinadas ocasiones desde la UE se adoptan medidas de castigo contra organizaciones y personas que llevan mucho tiempo contribuyendo al desorden internacional. Lo que realmente me choca no es la adopción en sí de disposiciones coercitivas, ni el alcance de las mismas, sino el que en la mayoría de casos no se hubieran adoptado con anterioridad, y que no se lleven a cabo serias reflexiones de autocrítica por ello. Me voy a referir a las sanciones impuestas por la UE al denominado Grupo Wagner. Una red, más que presumiblemente vinculada al Kermlin, cuyo empeño en intervenir y desestabilizar la situación en países como Ucrania, Siria, Libia o República Centroafricana, ha desembocado en graves violaciones de todo derecho.
Según comunicados oficiales de la UE, «Wagner ha reclutado, capacitado y enviado operativos militares privados a zonas de conflicto en el mundo para alimentar la violencia, saquear recursos naturales, e intimidar a la población civil en violación del derecho internacional». Se trata de unos mercenarios altamente especializados en toda clase de abusos, incluidos asesinatos extrajudiciales, torturas, y toda clase de pisoteo de los derechos humanos. Ahora, desde la UE se sanciona a Wagner con la prohibición de entrada de sus miembros –generalmente altos cargos del Ejército ruso, o de sus servicios secretos– en territorio comunitario, y la congelación de sus fondos en países de la UE.
Es decir que la dinámica de funcionamiento de Wagner era conocida por las autoridades comunitarias, así como la identidad de sus mandos, y sin embargo, nosotros, simples ciudadanos comunitarios, apenas sabíamos algo de alguna que otra sanción impuesta en el pasado. Ay Borrell, Borrell.