Imaginémonos que alguien inicia un recorrido por una ciudad en la que ha vivido muchos años. ¿Qué se le presenta, o representa, a lo largo del recorrido? Pues todo lo que captan sus sentidos, como imágenes, por ejemplo. Pero estas imágenes (filtradas y proyectadas en la pantalla de su mente) no pueden coincidir nunca con las de otras personas. Cada individuo ve o mira según su propia sensibilidad, edad, educación, lugar de procedencia, historia y todo un cúmulo de experiencias personales que es imposible que sean coincidentes con las de otros.
Así que cualquier cosa que vemos lo captamos desde un ángulo focalizador propio que es el resultado de experiencias que de ningún modo pueden set totalmente compartidas. Por lo tanto, la realidad que creemos percibir no es la misma para todos. Cada realidad difiere de otras en función del sujeto contemplador de las mismas. Desde este punto de vista no nos queda otro remedio que aceptar que no existe un mundo real y objetivo fuera de nosotros. Y si existe, nadie es capaz de describirlo (y menos sentirlo) desde una posición despersonalizada.
Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que todo lo exterior a nosotros es un constructo (o una elaboración mental) mediatizado por infinitos factores (conscientes o no) que han contribuido a modelar lo que somos (o creemos ser) en un momento dado.
Por lo tanto, cada persona ve el mundo de diferente manera a causa de las intransferibles experiencias vividas, entra les que también cuentan las referentes a formación cultural o intereses tanto pragmáticos como intelectuales.
Entre estos diferentes modos de captar el mundo hay que contar también con valores y hábitos artísticos que llevamos integrados en nosotros y que varían de uno a otro. O contar también con los peculiares bagajes de carácter simbólico inherentes a los lenguajes comunes y propios, lenguajes que, aunque no forzosamente determinantes, sí contribuyen a las diferenciaciones. Una persona, por ejemplo, del siglo renacentista XVI, no solo se desmarca de un hombre de nuestro siglo, sino también de otra persona de su mismo siglo, lengua, ciudad, estrato social o cultura.
Dada la carga emocional que nos remiten todas las imágenes (con su especial carácter simbólico), no podemos contemplar nada de modo libre y ajeno a lo que somos o hemos aprendido a ser. Y sobre todo son las imágenes mentales conectadas íntimamente con los lugares vividos (con gozos o sufrimientos) las que menos fiabilidad objetiva tienen. Solo acudiendo a lugares, calles, plazas o paseos absolutamente desconocidos podemos contemplar en parte la vida liberados de nuestra historia. En este sentido viajar puede ser parcialmente liberador. Y decimos parcialmente porque, aunque veamos cosas nunca antes vistas, siempre las contemplaremos más o menos impregnadas de la interpretación semántica y emociona propia.
Lo más sorprendente frente a este hecho de la individualidad interpretativa del mundo es que, a pesar de las dificultades, podemos comunicarnos, si no perfectamente sí aproximativamente. Reconozcamos por lo tanto que la convivencia comunicativa tiene mucho de sorprendente. Y, en algunos casos, incluso, de milagroso.