En enero de 1977, cuando me encontraba disfrutando de un destierro dorado en Mallorca, al que me habían enviado por mis andanzas políticas clandestinas, arreciaban los ataques a Santiago Carrillo desde el diario El Alcázar, que le calificaba como el asesino de Paracuellos. Entendiendo que como uno de los fundadores de la Unión Militar Democrática debía colaborar a la necesaria reconciliación en aquellos momentos críticos para el país, le envié al líder del PCE, a través de Simón Sánchez Montero, su segundo y hombre cabal, la siguiente carta.
«Estimado amigo, me dirijo a ti motivado por la manipulación de que está siendo objeto la memoria de los fusilados en Paracuellos, por parte de ciertos sectores que, debido a su fanatismo y egoísmo, intentan mantener dos Españas irreconciliables hurgando en pasadas heridas que habían quedado ya como un doloroso recuerdo, pero sin rencores ni ansias revanchistas.
Soy capitán del Ejército y te escribo como hijo de uno de los que perdieron la vida en aquel triste suceso el 7 de noviembre. Mi padre era entonces capitán de Aviación y yo no llegué a conocerle pues acababa de nacer. Hoy siento la necesidad de que todos tengamos una actitud conciliadora y miremos al futuro con la esperanza de que situaciones como aquella sean irrepetibles. Me repugna que se enarbole la memoria de mi padre y la de tantos otros que dieron su vida por lo que consideraron una España mejor, para ser utilizada en beneficio de unos intereses espurios.
Acepto tu parte de responsabilidad en aquellas circunstancias y comprendo los atenuantes que sin duda te asistieron. (…) Considero que tú no fuiste más que una pieza del engranaje y, en el devenir histórico, pesan más las condiciones objetivas que las decisiones personales a la hora de forzar los hechos.
De lo que si estoy seguro es de que mi padre fue un hombre honrado y un gran patriota, capaz de luchar por lo que él creía que era lo mejor para España. En esa lucha le fue la vida. Es evidente que no la dio para que una oligarquía se convirtiera en la dueña de este país sometiéndolo durante tantos años ni tampoco para que su muerte pudiera ser un día utilizada como pretexto para seguir odiándonos. (…) Siguiendo su criterio, yo me esfuerzo también para lograr lo que he creído siempre su deseo: una España más libre y más justa, tan distinta a la que hasta ahora hemos vivido.
También estoy seguro de que mi padre perdonó a los que fueron responsables de su muerte. Era católico practicante. Por tanto, nadie tiene hoy derecho a reivindicar venganzas o a alimentar odios resucitando tragedias ya enterradas. Por lo que a mí respecta, puedo decirte que su memoria ha sido para mí motivo de profundo respeto y su muerte siempre me ha servido de ejemplo. Quizás por ello tengo suficientes razones para, en su nombre, y en el mío propio, perdonar y olvidar la parte de responsabilidad que en ella puedas haber tenido, convencido de que ésta es la mejor manera de honrar su memoria e intentar hacer una España como él, sin duda, al pie de la fosa de Paracuellos, la soñó: sin odios, sin rencores, respetándonos unos a otros, en la seguridad de que es posible amar a nuestra patria desde distintos puntos de vista.
De acuerdo con todo esto que te he dicho y con el pensamiento puesto en mi padre, en la seguridad de que él aprobaría mi comportamiento de hoy, te envío un abrazo sincero, en medio de tanto odio y rencor, quiero que sepas que somos muchos también los españoles que estamos dispuestos a construir esa deseada España.
Palma de Mallorca, 6 de febrero de 1977
Habría que recordar cuál era la situación en España entonces. El clima político y social se había deteriorado gravemente. Dos grandes peligros se cernían sobre nuestro país: el terrorismo de variada procedencia, en especial de ETA, y el golpe de estado militar. Según Javier Tusell, «de no haber existido una voluntad en la mayoría de los españoles de avanzar hacia un sistema de convivencia democrática es muy posible que en ambas ocasiones (se refiere a la doble presión del terrorismo de diversa significación en enero de 1977 y a la legalización del PCE en la Semana Santa de ese mismo año) se hubiera producido una involución.»
Esa carta era mi grano de arena a la convivencia y la concordia. Carrillo me respondió con una larga carta en la que confiesa que se emocionó con la mía, eludía su responsabilidad directa sobre aquellos fusilamientos, y expresaba su deseo conciliador: Tampoco culpo yo a nadie personalmente (se refiere a familiares que fueron ejecutados por el mero hecho de formar parte de su familia) «y creo como tú que la cuestión hoy no reside en hurgar en las heridas pasadas, sino en superar definitivamente ese trauma histórico y hacer una España donde eso no se repita jamás».
Cuando vi el otro día como se ufanaban de derogar la Transición comunistas, golpistas y los hijos políticos de aquellos que estuvieron a punto con sus atentados de frustrar la democracia, proponiendo enmiendas a una ley que destila odio y revanchismo por todos sus capítulos, no pude por menos que preguntarme cómo hemos llegado hasta aquí. La última causa está en ese títere de sus socios liquidacionistas que es Sánchez. Sin principios éticos ni ideológicos, cortoplacista y embustero, sin otro objetivo que mantenerse en La Moncloa, expendedor de rencor, resentimiento y malevolencia a trochemoche, está dispuesto a vender España por el chute con la dosis de poder de cada mañana, que apacigüe sus ansias. Aquellos lo saben y le exigen hasta lo imposible. Lo que ha concedido y lo que está dispuesto a dar para permanecer en el que considera su sillón representa el mayor acto de corrupción porque tiene mucho más valor para los españoles que todo el dinero que se haya podido robar en estos años de democracia. Son los fundamentos institucionales de nuestra convivencia.
¿Cómo puede permitir el sistema que un personaje como él haya podido llegar a presidente?