La aparición de la variante ómicron, la nueva y rutilante estrella del Covid, con supuesto origen en Suráfrica y ya con incipiente presencia en suelo europeo, ha provocado, en muchos Estados de la UE, la inmediata reacción de cancelar los vuelos con algunos países africanos y la preocupación por la baja tasa de vacunación que hay en África. Una preocupación ésta que surge ahora de manera urgente, cuando aparece la potencial amenaza.
África, la depositaria de tantas riquezas naturales y minerales, viene sufriendo de siempre, y por lo mismo, el saqueo constante de sus tesoros; y por las mismas razones, el exterminio de sus poblaciones. De manera directa, indirecta e incluso diferida. Miramos ahora, asustados por el virus, al continente negro, y seguimos sin ver, por puro desinterés, la desolación que lo devasta, como las interminables y olvidadas guerras en Somalia, República del Congo, Libia, Nigeria, la República Centroafricana o Burundi, que han provocado cuatro veces más muertes que las acaecidas por la pandemia a fecha de hoy. O como la pobreza que la consume.
La última gran guerra que se está librando en África es la de la pandemia, sí, pero no sólo contra el virus, sino mayormente contra la incontrolada codicia de las grandes empresas farmacéuticas. Si queremos ayudarles, y de paso ayudarnos, no basta con vacunarles. La inerte y quebradiza defensa que ante ella tienen los países más pobres pide a gritos una intervención humanitaria, no económica: la liberalización de las patentes de las vacunas.