Comentaba con un colega abogado, mientras esperábamos pacientemente en los pasillos de los Juzgados de lo Social, lo increíble que me resultaba que decenas de miles de nuestros conciudadanos rechacen la inoculación de la vacuna anti COVID mientras disfrutan de los servicios de nuestra costosa sanidad pública y se benefician de la protección que les brinda la vacunación de los demás.
Me replicaba este compañero que estábamos en guerra, inmersos en un conflicto mundial contra la pandemia y que estos insolidarios deberían pagarse su sanidad, ya que no colaboran –bien al contrario– a la ansiada victoria final. El símil es perfecto, y el término para describir a quienes, mientras todos sus compatriotas luchan contra un enemigo común tan difícil como este virus, se inhiben de aportar su grano de arena para conseguir derrotarlo es evidente: Desertores.
Al contrario de lo que la extrema derecha sostiene, aquí no está en juego libertad alguna, sino el egoísmo insolidario de quienes prefieren seguir siendo fieles a sus supersticiones y complejos, antes que arrimar el hombro por el bien común. Lo que está sobre el tablero no es determinar si quienes tienen razón son los científicos o la pléyade de chalados que expanden su miseria intelectual en las redes sociales, pues eso ya estaba claro desde el principio. Con lo que realmente juegan estos irresponsables es con la vida de muchos de los ancianos, niños y personas con problemas previos de salud, que acabarán siendo víctimas mortales de su analfabeto ostracismo social.
Y me extraña precisamente que sea la extrema derecha –tan dada a escudarse en uniformes y banderas– la que olvide que quienes prestamos el servicio militar entre 1978 y 2001 fuimos vacunados a la fuerza, sin que nuestro sargento ni el alférez de Sanidad que nos pinchaba tuvieran la gentileza de obtener nuestro previo consentimiento, ni explicarnos si los preparados eran de Pfizer, Moderna o del farmacéutico de su pueblo. Nos vacunaron y punto, y el que se hubiera negado –realmente, no recuerdo a nadie– hubiera pasado en el calabozo el tiempo preciso para asimilar adecuadamente el concepto.
En este remilgado e inconsistente mundo actual, los mismos jueces que hicieron en su mayor parte la mili dicen ahora que la vacunación obligatoria es y era inconstitucional, lo que me conduce a pensar que quizás haya que ir cavilando si articular, a lomos de esta doctrina, una acción legal contra el Estado por vulneración de nuestros sacrosantos derechos fundamentales individuales, pues que yo sepa desde 1978 a hoy la Constitución viene siendo la misma. Obviamente los jueces, en general, han perdido desde entonces sentido de Estado, algo que les evitaba pronunciarse sobre memeces contrarias al interés general con el único fin de proteger el derecho de unos descerebrados a su descerebración.
Pero si de desertores hablamos, no podemos olvidar, claro, a Pedro Sánchez, capaz de sumir a su país en un puzzle de normas autonómicas contradictorias por haber incumplido su promesa de elaborar una ley orgánica común para hacer frente a situaciones como esta y no dejar al más absoluto albur la regulación de cada Comunidad. Sánchez solo piensa en su imagen, de la que está profundamente enamorado. Es nuestro primer desertor.