Ya estaba tardando en referirme a Iván Redondo en esa nueva etapa de animador de las tertulias políticas. Desde La Vanguardia, los lunes, ofrece brillantes análisis; proyecciones de futuribles para provocar a los politólogos a agitar la cesta especulativa. En su artículo del lunes, el susurrador se refiere a cómo la ley electoral impulsa a los partidos que superan el 30 por ciento, primándolos en su circunscripción, la provincia. Tengan más o menos población con lo que, eso lo añado, favorecen mayorías no representativas. El artículo previene que el tándem Ayuso y Vox podría lograr la mayoría icónica de los 202 escaños con solo el 35 por ciento de los votos gracias a la ley electoral. Y nos recuerda que, en escenarios de bipartidismo, Zapatero necesitó el 44 por ciento de los votos para alcanzar 164 y 169 escaños (2004 y 2008) y que Suárez logró sus mayorías de 165 y 168 escaños (1977 y 1979) con un 10 por ciento menos, el 34 por ciento. Ahora, con un porcentaje de voto parecido, 35 por ciento, y un escenario de multipartidismo, la coalición PP con Ayuso y Vox conseguiría la mítica mayoría de Felipe González en 1982.
La ley electoral data de enero 1977. Es preconstitucional. Fue diseñada por los expertos de La Moncloa para asegurar que el partido de Adolfo Suárez ganara las elecciones generales de aquel año y, en una estrategia general, para fortalecer los partidos recién creados y a sus dirigentes; buscando liderazgos fuertes, que después se han convertido en los mayores obstáculos para la democratización interna de los partidos políticos. Optó, para el Congreso, por candidaturas con listas cerradas y bloqueadas (el elector no puede elegir el orden de preferencia) para evitar que los electores tuvieran demasiado qué decir; no fuera que estuvieran por más reformas que las permitidas por el pacto de la Transición.
Desde las primeras elecciones, la tónica del mapa electoral ha sido una marcada rigidez en los resultados electorales hasta la irrupción de los nuevos partidos. Debido a que la circunscripción electoral es la provincia y, al haber más provincias en la España interior, esto supone un plus de representatividad política en el Senado, de forma clamorosa, pero también en el Congreso. En 1977 podría considerarse razonable que la circunscripción electoral fuera la provincia, cuando era la instancia administrativa de rango intermedio entre municipios y estado, pero hoy, después de haberse completado el ordenamiento autonómico, la demarcación razonable, buscando cierta homogeneidad dentro de las demarcaciones electorales, sería la autonomía.
Veamos unas magnitudes que apuntalarían a esa tesis. Actualmente, la España interior con el 15,17 por ciento (7.136.210 habitantes) tiene una representación de 80 diputados, el 22,85 por ciento del Congreso. Cada diputado representa a 89.202 electores. Al otro lado, la España periférica (mediterránea y de la costa atlántica) con una población de 39.889.980 habitantes, el 84,82 por ciento del total de la población española, obtiene una representatividad política en el Congreso del 77,14 por ciento, y cada diputado está respaldado por 147.740,73 electores. Es evidente que los votos de los españoles de la España interior (exceptuamos el caso de Madrid, una conurbación excepcional) valen un cincuenta por ciento más que sus conciudadanos de la España periférica.
En el caso del Senado el sesgo de representatividad a favor de la España interior es aún más abultado. La España interior escoge, entre los elegidos por sufragio en provincias y los de designación por asamblea autonómicas, un total de 74 senadores. El 28 por ciento del total de la representación política, con solo el 15,17 por ciento de la población. Y es evidente que la España interior, la antigua Corona de Castilla y de lengua materna castellana no comparte, ni de lejos, los anhelos de democracia cultural y antropológica de la España periférica. No es extraño, pues, que sea el feudo tradicional de la derecha y de la extrema derecha.