Reviso mis últimas búsquedas en Google y me llevo la sorpresa que el día anterior indagué sobre Kurt Rambis. Me suele pasar con frecuencia: me asalta un nombre del pasado que me taladra el cerebro, me desvelo y curioseo a ver qué ha sido de su vida. Luego me duermo como un bendito y no recuerdo esa búsqueda. Aparte de Rambis en las últimas semanas he indagado sobre personajes tan dispares como Bojan Krkic, Ramiro Pinilla, Jorge Kahwagi, Xavi Simmons, Arthur Cabral, Ian Rush, Trevor Francis, Charles Bronson, Lee Marvin, Magic Andreu, Katherine Hepburn, Finidi, Mae West, Serra Ferrer o Tarradellas, amén de la Agencia Tributaria, el Tiempo en Palma de Mallorca, Servir y Proteger, Fc Cartagena, Acción de Gracias, Notthingam Forest, Sociedad Deportiva Ponferradina o el Ferencvaros húngaro.
La mayoría son viejos futbolistas, posibles fichajes del Barça o futuras promesas, también clubes de fútbol y escritores o actores que mitificaba hace años. Pero retornando a Kurt Rambis existe un motivo concreto: no puedo revivir la NBA de los 80 sin la figura estrambótica de este modesto jugador de baloncesto que no destacaba en nada a excepción de sus rimbombantes gafas de pasta, sus melenas macarras y sus bigotes del Far West. Rambis formaba parte de la plantilla de los Lakers sin la resonancia de Kareem Abdul Jabbar o Magic Johnson. Ni siquiera era titular pero sí era el tipo necesario para solventar un partido a base de palos.
Medía 2,03 y jugaba de alero, aunque su tiro era bastante pobre. Su fuerte era la defensa, el trabajo sucio, se partía literalmente la cara y mi yo adolescente lo admiraba como el prototipo de lo que es nacer sin clase y llegar a lo más alto. Tal vez por tipos como Rambis siempre me inclino por los antihéroes.