La prensa de estos días revela que más de cincuenta mil galgos son abandonados en España cada año después de ser explotados en la caza o en las carreras. Que sean abandonados es el menor de sus males, porque por lo visto entre esas bestias (sus dueños) todavía es tradición colgarlos de un árbol cuando dejan de ser útiles. Es un dato que me cuesta creer, por sus dimensiones, aunque no lo pongo en duda, dada la inexistente calidad humana de tantísimas personas. También explica esta noticia que el fenómeno se produce con especial intensidad en Andalucía, Castilla-La Mancha y Castilla y León. No me gustaría ver a mi región en estadísticas de esta calaña, la verdad.
Pero a continuación salta la pregunta: ¿de dónde salen cincuenta mil perros solamente de esta raza? Obviamente, de los criadores. Y es ahí donde arranca el círculo vicioso, por lo que es ahí donde las autoridades deberían poner el foco. En un país atrasado como el nuestro, donde cada año se abandonan cerca de 150.000 mascotas, la crianza de perro y gatos de raza debería estar prohibida. Ya sé que se perderían negocios y puestos de trabajo, pero me cuesta defender esos puestos que se sostienen en la imbecilidad de tantos que aún consideran a los bichos como juguetes, humanos en miniatura o esclavos. No son nada de eso. Y mientras la mentalidad obtusa de quienes los ven así no cambie, habría que atacar la raíz. De entrada, eliminar la crianza, la importación y, desde luego, cualquier tipo de caza o actividad lúdica que requiera la presencia de perros, sean de la raza que sean. Por desgracia, la vía para mejorar todavía es la prohibición.