Las democracias mediterráneas, 68 por ciento en Grecia y 65 por ciento en España e Italia, son las más insatisfechas con el modo en cómo funciona su sistema democrático; y en España, el 86 por ciento, son partidarios de reformas de calado. La encuesta, publicada el 21 de octubre por el Pew Research Center, instituto independiente de investigación social a escala mundial, y reseñada por el periodista Andrea Rizzi (El País, 2-Nov-2021), muestra, también, que globalmente la sociedad está insatisfecha con sus instituciones y querrían reformas importantes. Entonces, la pregunta obvia es ¿Por qué no se acometen esas reformas que las sociedades demandan? Y la respuesta está en los políticos porque son estos, por la propia naturaleza y procedimiento constitucional, quienes tienen la obligación de actuar reflejando la voluntad de sus representados. Diputados y senadores, que son quienes emiten el voto que aprueban las leyes, tienen la responsabilidad de este inmovilismo institucional. Y, en última instancia es en los partidos, que se rigen por un estatuto malévolo que impide la democracia interna y valoriza las lealtades de jerarquía, donde hay que buscar la causa última del divorcio entre política y sociedad. «Quien se mueva no sale en la foto», decía Alfonso Guerra, enunciando que la crítica no era bienvenida; pura declaración de dirigismo mesianista que José María Aznar acuñó en su sello de poder.
Los partidos políticos actúan como cizallas, impidiendo que las iniciativas de cambio tengan oportunidad de debatirse seriamente. Porque la estructura de los partidos, que tienen la exclusiva (realista) de iniciativa legislativa, está pensada para que nada se desmadre por ideas más avanzadas que las que inspiraron la Constitución. Los condicionantes sociopolíticos de entonces siguen en las nomenclaturas dirigentes. Y no en todos los partidos, sino en los vencedores de aquel guiso político, por demás, necesario en aquella coyuntura. La endogamia política ha sido el fruto de los doctrinarios políticos de los partidos que han resultado inamovibles, en particular en los partidos de la derecha, que actúan como si se estuviera, aún, en los momentos del pacto de la transición. El mal genérico, son partidos herméticos a la sensibilidad social en los que solo se progresa por meritaje de chupatintas, es decir, de fidelidad y por voluntad al líder. Ninguna idea, ni nadie, puede prosperar si no se asume el paquete ideológico completo de su plataforma electoral. Seguramente, el ejemplo más evidente lo vemos en el Partido Popular que siendo el más ferviente defensor del actual texto constitucional, no asume el concepto plurinacional. La Constitución se refiere a nacionalidades y regiones (art. 2). Otro ejemplo de incoherencia es que el PP tampoco ha condenado la sublevación militar, sigue queriendo justificarla; lo que se explica porque ya desde su origen es el refugio de la continuidad cultural y social que sustentó la dictadura.
Y ¿cómo salir de este bucle que nos lleva al disenso, al enfrentamiento civil, a la pérdida de credibilidad en nuestro modelo político y al hundimiento del sistema?
Vista la experiencia de estos años, de cómo se han erigido los liderazgos de los partidos mayoritarios, es evidente que algo no funciona. Baste recordar cómo fue defenestrado Pedro Sánchez y luego encumbrado por la militancia; o cómo, en el Partido Popular, el perdedor moral de las primarias, Pablo Casado, se convierte en líder por un cambalache de luchas fratricidas.
Hicieron falta revoluciones cruentas para que las monarquías pasaran del absolutismo al parlamentarismo. Pero en los partidos, el asalto violento o por traiciones y navajazos, sigue siendo la fórmula para alcanzar el poder. La respuesta está en una nueva ley de partidos con cambios sustanciales. Entre ellos exigir que las minorías representativas, quizás un 30 por ciento, deban ser reconocidas y participen en las listas electorales. Y que la ley electoral desbloqueo de las listas cerradas.