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Una cruz es una cruz

| Palma |

Son Servera, Mallorca, 21 de octubre. Una plaza prácticamente vacía. Varios operarios municipales. Una retroexcavadora y un camión. Una cruz de piedra lisa sobre un soporte del mismo material. Ni una sola inscripción. Nada que la identifique salvo por lo que es: un símbolo –el símbolo– cristiano. De fondo se oye a un grupo de personas cantando L’estaca de Lluís Llach. Avanza el brazo de la retroexcavadora entre los pinos, golpea la cruz y la cruz cae. «¡Patapúm! ¡A tomar por el culo!», se escucha entonces. Aplausos. Pocos.
El brazo mecánico sigue su trabajo. Destruye a conciencia la cruz y su soporte, y luego traslada sus trozos a un camión cuyo destino será sin duda, el vertedero municipal.
‘Se ha derribado el último vestigio franquista de Son Servera’, titula la prensa. No, se ha derribado una cruz, se ha destruido una cruz.

El vicepresidente del Govern, el podemita Pedro Yllanes, antes juez y ahora parte (y quizás antes, ambas cosas) da la enhorabuena a la alcaldesa socialista del municipio (Natalia Troya) por ese acto «heroico» llevado a cabo de espaldas a la voluntad del pueblo y sin esperar al preceptivo informe del Consell de Mallorca.
Se ha cumplido la Ley de la Memoria Histórica, dicen. Poco importa que estuviera ya absolutamente desprovista de cualquier símbolo franquista. Y sí, ciertamente en el pasado sirvió para recordar a los muertos de un bando, pero si éstos eran católicos, si por motivo de su fe a tantos se les asesinó ¿Cómo pretendían que estuviese coronado un monumento dedicado a ellos? ¿Con una hoz y un martillo?

La realidad es que a 21 de octubre de 2021, hubiese simbolizado lo que fuese en el pasado, en esos momento sólo significaba lo que estaba a la vista. Algo que representa las convicciones más o menos profundas del 85 % de la población española. Un sentimiento que está protegido por el artículo 16 de la Constitución en el que se hace referencia a «la libertad de religión y culto» como un derecho fundamental y regulado, más concretamente, por la Ley Orgánica de Libertad Religiosa.
Jaume Santandreu, en una carta al párroco de Son Servera (en la que no le ahorraba ninguna descalificación), comparaba la cruz con una esvástica. Solamente el resentimiento puede explicar que alguien que fue sacerdote (y que lo será para siempre) haga, siquiera como ejercicio literario, tal comparación.

La realidad es que la ley en la que se amparan, ha servido de excusa para dar satisfacción a esa oleada de sentimiento anticristiano tan presente en nuestras élites políticas y tan ajeno a la sociedad a la que dicen representar, y del que –si de memoria histórica hablamos– tan infausto recuerdo se conserva.
Porque sí, lo que se destruyó en Son Servera, era una cruz. Como lo era lo que se abandonó en la escombrera de Aguilar de la Frontera en enero de este año. El mismo símbolo por el que son perseguidos nuestros hermanos de Siria, Irak, Afganistán, Egipto, Nigeria, China y tantos otros países, y por el que están dispuestos a morir. Ni más ni menos.

Las referencias al Daesh, a los talibanes. Las imágenes de un Cristo o de una Virgen decapitada en el suelo de una iglesia o de un cáliz abollado bajo sus escombros. La de unos hombres vestidos con un mono naranja, arrodillados en una playa de Libia, a punto de ser ejecutados por no abjurar de su fe. Todo eso nos parece lejano, pero déjenme decirles que tienen algo en común con lo ocurrido en Son Servera: el odio a lo que la Cruz representa y la ignorancia.

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