Qué trasciende más, en nuestro devenir cotidiano de ciudadanos, no de camaradas ni súbditos, la vida de la política o la política de la vida? La primera opción viene envuelta en engañosas opacidades, corrupciones institucionales, leyes que no cuajan y oscuridades jurídicas que nadie, en el entorno del pueblo llega a entender. Manuel Altoaguirre (1905-1959), hombre de izquierdas y figura destacada de la generación del 27, hablaba ya, desde el exilio de veinte años, de estas cuestiones. Justo después de su regreso a España, le sorprendió la muerte.
Conocía todos los entresijos de la vida de la política, a la que pudo asistir desde el teatro social de ‘La Barraca' hasta una silla de los foros republicanos. Y cuando la política, con cloacas o al descubierto, se convierte en la palabra, el combate de las voces y de los conceptos, el debate tristemente estéril en desiertos inconmensurables, el poeta dice: «Ha sido la palabra tu enemigo: Por ella de estar vivo te olvidaste.» Porque la vida de la política es como una droga que mueve al profesional de la cosa pública y adormece, engaña y somete, al profano en la materia. La segunda opción, si nos alejamos de la primera, es la política de la vida, es decir, la que nos compete a todos por igual, la de los detalles diarios de supervivencia, la queja del vecino, el grito del solitario, el desesperante andar hacia la pobreza e ir a dar de narices con el benéfico banco de alimentos.
La vida de la política ha sido incapaz de salvar de la miseria y el abandono a la política de la vida. Es la oscuridad, la desesperanza, que sólo podemos aligerar soñando con el simple hecho de vivir la vida y vivir la vida no es únicamente soñar despierto sino también descansar en la ensoñación de los recuerdos. Lo decía Altoaguirre con estas palabras: «Recuerda todas las fechas, recuerda todas las cosas, limita con blancas nubes el jardín de tu memoria. Muérete debajo de ella, bajo su sombra.» Y en otro lugar, decía: «Ya de niño me enseñaron a recordar. Toda mi educación fue un continuo ejercicio de memoria, no sólo por la repetición mecánica de mis lecciones, sonsonete de ríos, de verbos, de tablas… sino con ejercicios más profundos. De vez en cuando me obligaban a una completa confesión de mi vida hecha después de varios días de silencio; días con horas deliciosas a la sombra de los árboles frutales de una huerta…»