Palma fue una ciudad amurallada que dejó de serlo hace unos cien años. Alcaldes y concejales del momento consideraron que para que la capital mallorquina creciera en igualdad de condiciones, tenían que desaparecer las murallas que durante dos mil años habían protegido a la población. Nuestros antepasados políticos pensaban que aquellas paredes avejentadas ya no tenían utilidad y que sus piedras podían ser recicladas para cubrir los fosos que circundaban el perímetro y para otros destinos más lucrativos.
El ilustre Eusebio Estada (1843-1917) fue uno de los que con más ímpetu luchó por la caída de las murallas de su ciudad. En su obra, La ciudad de Palma. Su industria, sus fortificaciones, sus condiciones sanitarias y su ensanche (1885), reivindicó el derribo de las murallas por el derecho a incluir los ensanches en la urbe. Otros lo habían propuesto antes y otros lo ejecutaron después. Su plan –como el de Josué a su llegada a Jericó– fue determinante en la demolición. Hoy Estada da nombre a una de las arterias que confluyen en la plaza de España y a nadie se le ocurre retirar del callejero las placas con su identidad.
De aquellas murallas quedan algunos restos, baluartes, torreones y fosos, pero el holocausto urbanístico se consumó con la desaparición del noventa por ciento de su recorrido. Resulta difícil de imaginar cómo sería hoy una Palma amurallada como Ávila o Alcúdia, para no ir muy lejos. Tenemos que recurrir a grabados medievales y mapas seculares para imaginarnos una ciudad coronada con defensas y bastiones, puertas porticadas y plazas de recepción. Durante casi dos mil años, nuestros antepasados supieron convivir con murallas romanas, musulmanas y medievales, hasta que políticos ilustrados –de esos que confunden lo antiguo con lo viejo– convinieron que era mejor enterrar las piedras de la historia.