Cuatro estrellas dan para mucho, suponen calidad, poder, especialmente si van cosidas a una gorra de general. El recientemente fallecido Colin Powell las lucía y hay que suponer que su ejecutoria estrictamente militar estuvo a la altura del honor concedido. Pero de su trayectoria en política no se puede decir exactamente lo mismo. Y es el momento de hablar claro pese a la generosidad pública que se reserva hacia un muerto, sobre todo si vestía uniforme militar. Algo que, por cierto, siempre me ha costado comprender ya que la fidelidad, la lealtad y otras ‘tades' con la patria parecen más exigibles en alguien perteneciente a la milicia que en el caso de un simple civil; al fin y al cabo tales dones se dan por incluidos en el sueldo de un soldado.
Sigamos. Luchó en Vietnam, destacó como asesor, y su prestigio fue en aumento hasta llegar a convertirse en el primer negro que accedió a jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, y posteriormente, bajo la presidencia de George W. Bush en secretario de Estado de los EEUU. Y ahí se cocieron su gloria y su deshonor, en el mismo puchero y en apenas unas horas, desapareció una y quedó para la historia el otro. Su comparecencia ante el Consejo de Seguridad de la ONU, en febrero de 2003 con la pretensión de convencer al mundo de que Sadam Husein ocultaba armas de destrucción masiva, lo que justificaba la invasión de Irak, fue su perdición. Al exhibir ante la concurrencia un tubo de laboratorio que simulaba contener un mortífero gas, cuando se trataba de sal, Colin Powell desbarató carrera y quizás hasta perfil de vida. Su posterior defensa, invocando el sentido del deber y la obediencia debida, fuera del ámbito castrense, no suelen ser argumentos de recibo. R.I.P.