El Govern, ni los consells, ni tampoco los ayuntamientos no alargan las temporadas turísticas ni crean puestos de trabajo por mucho empeño que pongan los políticos por apropiarse de las estadísticas cuando son positivas. Se trata de habilidades de las empresas y, en definitiva, del mercado. Por ello, resulta algo forzado escuchar a Francina Armengol y a su vicepresidente de facto, el conseller Negueruela, señalando el final de año como límite de la bonanza turística de estos meses, que debe reanudarse, según sus predicciones, apenas asome la primavera del año próximo. Bien está. Al final, no hacen mal a nadie y proporcionan alegría a sus entusiastas palmeros.
La pandemia, aun y el profundo dolor causado, puede tener como colofón positivo el haber despejado mucha tontuna política con el turismo y su significación en Baleares. Aunque en su momento desde el Govern se hicieran carantoñas a los turismofóbicos –de hecho forman parte de la militancia de los socios del PSOE–, el cierre provocado por el virus hizo temblar también a la izquierda. De ahí el alborozo institucional por el retorno de los turistas y el incremento del gasto realizado. Sin duda es más cómodo hablar de transformaciones del modelo económico –sostenible, verde, inclusivo y toda la ristra de adjetivos añadidos– con las alforjas llenas.
Donde sí tienen mucho que decir las administraciones es en los entornos del hecho turístico y con excesiva frecuencia su silencio es sinónimo de ineptitud. El salto cualitativo que se pretende en el modelo turístico insular no es sólo cuestión de mayor categoría de hoteles, restaurantes, comercios, sino también, y es fundamental, de calles limpias y seguras, jardines cuidados (los que hay, que no son muchos), carreteras amplias y bien señalizadas. Incluso mingitorios, como demandaba el colega dominical Joan Riera. Los gestores institucionales llevan camino de dar el trabajo por hecho con el simple anuncio de proyectos a desarrollar. Grandes proyectos. Como ejemplo, los enunciados del futuro Plan General de Palma: una ciudad compacta y continua, más ecológica, corredores verdes y parques, ejes cívicos, tranvía (por supuesto) y mejor transporte público, ciudad de múltiples usos y, rayando el esplendor de la filigrana, la recuperación de las dunas que un día muy lejano hubo en la Platja de Palma. La realidad, sin embargo, es menos idílica: protesta de los vecinos de Pere Garau por la degradación del barrio; alerta de situaciones límite de convivencia en el Camp Redó y Son Rapinya. Con la ensoñación, no basta.
A propósito de la hostilidad al turismo, es interesante reseñar la aportación al debate del Cercle d'Economia de Catalunya que ha denunciado como irresponsabilidad de las instituciones, encabezadas por el ayuntamiento de Ada Colau, lo que llaman la «apología del decrecimiento», la dinámica de considerar el empobrecimiento como factor de igualación e instrumento de sostenibilidad del medio ambiente, convertido en la moderna religión. La ideología del decrecimiento se experimenta en Catalunya y se expande como mancha de aceite y encuentra señeros adalides en Baleares, que plantean incluso impedir el crecimiento poblacional. Haber visto la recesión económica tan de cerca debería servir de vacuna contra los augures del desastre.