Casi cuesta creer que la primera mujer que llegó a la cancillería y permaneció 16 años en el cargo sin perder una sola elección, actúe siempre inspirada por la máxima de que en la calma reside la fuerza. Angela Merkel, mujer en calma al frente de una Alemania en la que no han escaseado los problemas de extraordinario calado. Se cuenta de ella que el 9 de noviembre de 1989, cuando una muchedumbre de berlineses del este corrieron hacia el muro caído a fin de cruzar al sector occidental, Merkel optó de momento por acudir a su sesión de sauna, dejando para después una corta celebración en el domicilio de una familia del oeste, ya que al día siguiente tenía que madrugar para ir a trabajar. Aunque nacida en Hamburgo se crió e hizo mujer en la República Democrática Alemana (RDA), en un país comunista en el que callar, escuchar y mantener una flema que en el fondo no es más que la manifestación externa de la calma, ayudaban lo suyo a soportar un sistema totalitario. Hasta los 35 años, calmada ella, no sintió una especial inclinación hacia la política. Lo suyo era la Física y un doctorado en Química cuántica, lo cual no me negarán que en cierto sentido también trasluce alguna calma. Pero quizás el instante político en el que Angela Merkel pudo perder su estrategia de calculadora calma es aquel en el que se dejó llevar en el año 2015 por unos motivos humanitarios que le condujeron a abrir las fronteras a los refugiados que huían de Siria, Irak, y Afganistán. Es cierto que también pudo influir en su decisión su deseo de quedar a distancia de una ultraderecha radicalmente opuesta a la entrada de refugiados en el país. En cualquier caso, su ayuda a quienes lo necesitaban quedó ahí. Y ese es un bien que nadie le podrá quitar.
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