Me gustaban los graffiti: una explosión de creatividad iluminando las ciudades, que a veces son oscuras u hostiles. Los artistas y los poetas regalaban su arte a las calles y a quienes las habitan, personas anónimas ansiosas de luz.
De repente veía un graffiti que era un cuadro, dibujos magníficos hechos con esfuerzo, habilidad y dedicación. O me encontraba con unas letras escritas en un puente o en una pared, que eran poemas. Palabras de reivindicación, declaraciones de amantes, reflexiones sobre la vida, o frases ingeniosas que propiciaban la risa.
Las ciudades son escenarios de vida. Por eso me encantaba que los artistas, los locos o los atrevidos, quisieran dibujar en sus calles. Los graffitis famosos de Nueva York, de Berlín, de Italia, de París… Cuántas veces he fotografiado un graffiti?
En muchas ocasiones, reflejan el ingenio, la creatividad, el deseo de rebelión o protesta, la belleza de una historia de amor. Me han hecho pensar en la fuerza del arte efímero, ese que nunca aspiró a la eternidad, pero que tiene el poder de grabarse en nuestra memoria y perdurar ahí mientras vivimos.
Sin embargo, aún me sorprende la capacidad que tenemos los seres humanos de arruinarlo todo. Somos capaces de banalizar el arte, de sustituir lo profundo por lo superficial, de lograr que la fealdad ocupe el lugar de lo que podría ser bello. Alguien se ha fijado en la cantidad de graffitis que han inundado Palma? Los encontramos por todas partes: en las fachadas de los edificios, en los muros, en las puertas de los comercios.
No son dibujos hechos con gracia o con arte. No son frases que nos conmuevan, que despierten las emociones dormidas, que nos hagan reír. Son ganas de ensuciar la ciudad.
Son improvisación torpe, mal gusto e incivismo. Encontramos una profusión increíble de graffitis que manchan, oscurecen, afean las calles. Me indigna verlos. Es como si una enorme nube gris creciera sobre nosotros instalándose en los lugares que amamos solo para recordarnos lo vulgares que podemos llegar a ser.