Tiene razón Carles Puigdemont cuando dice que España no cesa de hacer el ridículo en su persecución. Bueno, no es España, claro está, sino un juez. Pablo Llarena. Pero no es uno cualquiera, no en vano es magistrado del Tribunal Supremo. Su interés en mantener viva la persecución del fugado expresidente de la Generalidad catalana le ha supuesto sonoras bofetadas que le han infligido otros jueces europeos en Alemania, Bélgica, Reino Unido y ahora Italia. Más que suficiente como para que este hombre entendiera que existe en el caso algún elemento adicional que por mucho que él no quiera atender por ahí afuera la justicia lo considera con entidad suficiente como para hacer oídos sordos a sus peticiones.
Puigdemont es un fugado, cierto, nadie lo duda –bueno: intentan los «indepes» que cuaje la idea de que no lo es, pero es tan ridícula que no cabe ni comentarla; huye de la justicia española y por tanto lo es - y los otros líderes secesionistas que delinquieron y no huyeron fueron condenados, está claro. Queda la duda, razonable, de si se inculcó el proceso democrático judicial, al que todos ellos tenían derecho, cuando el Tribunal Supremo asumió el caso y les juzgó y condenó. No faltan opiniones de expertos constitucionalistas y penalistas que creen que en efecto se conculcó su derecho a ser investigados por la secuencia de ámbitos normales: juez de instrucción de Barcelona al que le hubiera tocado el caso, juicio en la Ciudad Condal, recurso al Superior regional y, finalmente, al Supremo, y no como se hizo. Pero esto lo decidirá en su día el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por cierto: no es mera cuestión formal, por eso podría anularse la condena y/o tal vez el proceso.
Más allá de esto, la cuestión esencial es si estamos ante un conflicto político o no. Si no lo fuera, entonces se trataría de aplicar la ley sin más. Y hay gente que cree que así debería hacerse. Pero resulta que el Gobierno piensa que es un conflicto político y que ha creado una «mesa de diálogo» con el gobierno regional formado por los partidos separatistas de los condenados y fugados para tratarlo y ver de llegar a un acuerdo. Por tanto no se trata de opiniones o creencias de cada cual. Se trata de que los poderes ejecutivo y legislativo de este país lo consideran y tratan como un conflicto político. Y por tanto en toda Europa así se lo aceptan. Diga lo que diga Llarena.
La obcecación de este juez está dañando la imagen internacional de España. Porque nadie ahí afuera le entiende. Bueno, y aquí dentro sólo la derecha y la ultraderecha. Y aquí está el quid. Cuando un caso penal está tan politizado, es imposible que se pueda conducir desde una pretendida –e inexistente- asepsia judicial.
Incluso si quedara formalmente levantada la inmunidad de Puigdemont y la justicia italiana concediera su extradición el conflicto seguiría siendo político. Es más, si el fugado fuera devuelto y esto creara una tensión interna irresoluble en el separatismo que hiciera naufragar la «mesa de diálogo» y la negociación entre PSOE y ERC –a ver si en el fondo éste será el objetivo - nada cambiaría respecto a lo sustancial: el conflicto es político y su salida será política o no será. Sin duda la derecha y la ultraderecha quieren que no sea, que no exista negociación, que haya victoria suya sobre los otros gracias a su brazo judicial. Pero la política en democracia no va así. Como recuerdan cada dos por tres los jueces europeos a Llarena y, a su través, a toda España.