En el enésimo intento de aplacar las ansias independentistas de Escocia, hace unos diez años, el primer ministro británico David Cameron le transfirió la gestión del impuesto de la renta, acompañado de un paquete de competencias de valor similar. Una vez, Edimburgo asumió esa gestión, disparó el gasto: introdujo la gratuidad universitaria, la de los transportes públicos para ciertos grupos de población y, sobre todo, de una parte de los medicamentos. Obviamente, el déficit se multiplicó.
Si estuviéramos en España, nadie dudaría de que nuestras autonomías habrían puesto su grito en Madrid, exigiendo más dinero. Ellas gastan, Madrid recauda. En Escocia, sin embargo, el gobierno local fue coherente: dijo que sus políticas le obligaban a aumentar el impuesto de la renta, de manera que hoy un escocés paga más que un inglés.
Esa decisión aporta una transparencia entre el gasto público y los impuestos con los que se financia que es absolutamente fundamental en una democracia: se trata de que el voto del ciudadano valore esa gestión, la oportunidad de gastar en exceso en algunas cosas o de subir los impuestos más o menos. Eso es calidad democrática, eso es trasparencia, eso es poner la decisión en manos de los ciudadanos. Eso es democracia.
Eso, precisamente, es lo que no existe en España. Nadie sabe qué nos cuesta una autonomía porque todas gastan sin control y cuando se quedan sin recursos acuden a Madrid con el brazo extendido. La fórmula de financiación negociada allá por los ochenta, según la cual se cedían determinadas competencias a cambio de ingresos del estado sigue existiendo –es el sistema de financiación autonómico, actualizado varias veces a lo largo de las últimas décadas–pero las excepciones, el dinero que Madrid y las autonomías negocian en paralelo, a escondidas, son tan cuantiosas que desnaturalizan todo análisis.
En ese capítulo encajan los cien millones que la ministra Montero vino a firmar a Palma hace una semana, más ochenta de atrasos, so pretexto del Régimen Especial. Al final, el Régimen Especial, puro papel mojado, va a ser una herramienta para pedirle a Madrid que dé dinero, más o menos discrecionalmente, al Govern, sin que sepamos para qué, ni en qué cuantía y, sobre todo, según qué parámetros. Aquello de que pudiera ser un sistema objetivo para compensar los costes de la insularidad lo hemos olvidado. Otro gobierno no podría demandar ese dinero porque simplemente no hay ni un papel que lo avale.
En España, las diecisiete comunidades y las dos ciudades autónomas tienen una larga lista de reivindicaciones que evolucionan según la necesidad de mantener vivo el llanto. Probablemente nos suenen las de la pobreza del sur, pero también está la despoblación del norte y centro del país, la reconversión minera, la dispersión territorial, las deudas históricas, el pacto cultural en Cantabria la lengua, o la ultraperificidad. Basta escuchar una conferencia de presidentes autonómicos para oír dramas y más dramas. Son diecisiete víctimas de lo mal que se vive en este país. Baleares incluso se queja de que los españoles, en un acto masoquista, vengan a vivir aquí, pese al sufrimiento de la insularidad.
En ese contexto, Madrid saca el talonario y, siguiendo las conveniencias políticas, va repartiendo dinero por fuera del sistema de financiación autonómico, a modo de convenios bilaterales. Cualquier pretexto sirve. Todo estrictamente discrecional, sin amparo legal, sin transparencia, sin procedimientos conocidos. ¿Por qué cien y no trescientos millones? ¿Cómo se calcula ese importe? ¿Cómo se valora la insularidad? ¿Por qué este dinero va a las arcas del Govern y no en forma de rebaja de impuestos o de reducción de costes a los ciudadanos? ¿Nos queda claro que ese dinero viene porque Armengol es del PSOE? Toma el dinero y corre es el principio filosófico de nuestro modelo financiero. Aquí no existen derechos reconocidos sino influencias en Moncloa. Todo gracias al partido. El que sea.
Con ese panorama, dentro de unos meses se va a negociar, con cinco años de retraso, un nuevo modelo de sistema de financiación que, al excluir el dinero discrecional, será irrelevante. El objetivo final de esta chapuza es que las autonomías puedan seguir gastando sin que los ciudadanos podamos medir el coste fiscal que generan. Es una necesidad en la que coinciden todos los partidos políticos: gastar sin que podamos valorarlo con nuestro voto. La opacidad convertida en norma de conducta política. O lo que es lo mismo, la democracia desnaturalizada. La maquinaria clientelista electoral exige esta opacidad. Y nosotros aplaudimos.