En un país con el desempleo juvenil cercano al 40 por ciento, donde es imposible conciliar cuando decides –valientes siempre habrá– tener hijos, donde prima de siempre la necesidad de calentar la silla en vez de producir y rendir y donde se ve más productivo extender la jornada laboral más allá de las ocho de la noche... ahora nos proponen currar hasta la muerte. El ministro del ramo lanza un globo sonda a ver qué pasa.
Habla de hacer una revolución cultural para que no nos resulte nada desdeñable prolongar la vida laboral hasta los 75 años. Luego se desdice, pero eso es un clásico entre la nefasta clase política actual. El caso es que si uno empieza a trabajar a los veinticinco años, tendría que deslomarse durante medio siglo para alcanzar una pensión de jubilación. Nuestros padres y abuelos empezaban a los catorce o quince años y se retiraban a los sesenta y cinco. Eran, efectivamente, cincuenta años de esfuerzo continuado. Pero ha sido la generación más fuerte de la historia, longeva y saludable hasta el final. Ahora ya no ocurre lo mismo.
El cáncer se ceba entre la población a partir de los 45 años y no es la única enfermedad. La menopausia en las mujeres marca un antes y un después. Hay profesiones y profesiones, por supuesto, y personas con mayor aguante que otras. Pero si no hay empleo para todos, lo lógico es dar oportunidades a los que empiezan, con ilusión, fuerza, bien preparados y muchos proyectos por cumplir. Los viejos, en gran medida, lo que desean es disfrutar de la salud que les quede y, cuando pintan bastos, demasiado a menudo, ayudar a la generación que empieza.