Cuando sonríe, se le iluminan los ojos y tiene hoyuelos en las mejillas. Aún se acuerda de los tiempos en los que jugaba por los parques con otros niños, sin mascarillas y sin miedo. Sin embargo ha tenido que acostumbrarse a una vida distinta. Sabe mantener las distancias en clase para evitar contagios y lavarse las manos con gel. Como tantos otros, se ha habituado a una nueva forma de vivir, más aislada, más oscura, pero lo ha asumido con esa naturalidad con que los niños aceptan los cambios. Aquello que los adultos llamaríamos resiliencia y que ellos viven sin aspavientos, amoldándose a las circunstancias adversas como aquellos árboles que saben doblar sus ramas ante la fuerza del viento, sin romperse nunca.
Tiene la mirada del color de la hierba o del mar a ratos. Está llena de una vida espléndida, en la que le queda aún mucho por escribir. Quizás le guste tanto el mar, en el que ha pasado muchos días este verano, porque se llama Marina. Como tiene nombre de paisaje líquido, acuático, de sal y agua, es intensidad en estado puro.
Marina estrena diez años y lo celebra con una alegría que se contagia al verla. Por suerte, vive protegida de una sociedad sumida en el caos y en el desorden.
Su madre se ha pasado media vida leyéndole cuentos. Los libros forman parte de su mundo. No le resultan para nada ajenos. Por eso en su fiesta de cumpleaños hubo libros entre los obsequios que abrió ilusionada. Desde pequeña las historias bellas, los dibujos, y la creatividad la han acompañado. No sabe cuán afortunada es. Todo ese equipaje que forma su vida va a librarla de soledades y miedos. Va a fortalecerla y le dará alas para explorar con su mente todos los universos. Va a hacerla una persona de mirada abierta, curiosa por aprender, vivísima.