Durante mi primer día de trabajo, mitad de los 90, en la Sala Augusta lo conocí. Paquito había trabajado durante 40 años en la Sala Avenida. Las circunstancias le habían conducido al Augusta sus últimos años laborales. Paquito tenía las piernas muy castigadas, había sido operado de ambas, y lo pasaba mal subiendo y bajando escaleras. Coincidimos un año a lo sumo y, en alguna ocasión, nos tocó cerrar el Augusta. Había sido jardinero, aún hacía algunos trabajos extra a conocidos. Le gustaban las películas de vaqueros.
Yon Buein era su actor favorito. El mío también. Paquito me contaba que, cuando empezó en la Sala Avenida, la misma película se exhibía en el Avenida y media hora después en la Sala Astoria. Las películas estaban divididas en rollos de unos veinte minutos de duración. Ese margen permitía llevar el rollo de película de un cine a otro. Él se subía a la bicicleta y volaba del Avenida al Astoria, pedaleaba toda la tarde transportando rollos. Tenía buenas piernas entonces, me decía palpándose sus muslos maltrechos. Al año se jubiló, sus piernas y la edad no aguantaron más. Tampoco sé si quería. Se sentía muy cansado.
Demasiado. Y con un pelín de ganas de hacerse más viejo, más viejo de lo que ya empezaba a ser. De su periplo en el Avenida sin duda añoraba la época de la bicicleta, era joven, estaba en forma y dispuesto a divertirse. Sin embargo, pese a que se había quedado obsoleto asumía los cambios del mundo del cine con un empaque completamente irónico. Yo admiraba esa absoluta disposición a que todo se lo pasara por el forro de los cojones. Una década después de jubilarse falleció y yo me acordé de aquellas carreras en bicicleta de las que jamás pude ser testigo.