Terminó el plazo dado por los talibanes para que los ejércitos invasores abandonaran el país, y con ellos, cientos de afganos colaboradores con el enemigo y sus familiares. Cientos de periodistas que llevaban años informando desde Kabul también han logrado salir. Otros, sin embargo, ya han sido asesinados junto a sus familiares y hasta una mujer periodista fue obligada a casarse con un comandante talibán bajo la amenaza de que sus padres y hermanos serían asesinados. De nada han servido las promesas de no vengarse de uno de los enemigos más enconados del nuevo régimen, esto es, el periodismo. Las nuevas normas consisten en acallar la prensa, censurar las imágenes, la televisión, no dejar trabajar a las mujeres que estudiaron periodismo en estos últimos veinte años, y pasar por las armas a todo aquel que insista en realizar su trabajo informativo.
¿Y ahora qué? Tendremos que acostumbrarnos, como lo hicimos en Siria, a recibir las noticias desde Jordania, Egipto o Israel con fuentes no contrastadas? Noticias que no provendrán de Afganistán, ya que informar desde el terreno será una muerte segura con decapitaciones como sucedió en Irak, Siria o Libia.
Incluso la Interpol ha denegado el acceso a la base de datos que dicha agencia, supuestamente, posee para la lucha contra el crimen por motivos de seguridad. Tras la última visita del director de la CIA a Kabul para, entre otras cosas, negociar la salida de tropas, uno no se acaba de creer que los Estados Unidos dejen de recibir los millones de dólares del opio, los minerales, el petróleo y el litio para que Rusia y China se queden con el pastel. Aquí hay gato encerrado.