Tras veinte años, los talibanes vuelven a hacerse con el control de Afganistán, después de que fueran expulsados del poder en una ofensiva lanzada por EEUU tras los atentados del 11-S. El país vuelve a estar a merced de las milicias fundamentalistas. Con su llegada al poder se esfuman dos décadas de conquistas de derechos. Tras años de sacrificios y esfuerzos, se vuelve al punto de salida. Los talibanes nunca habían desaparecido, aunque, en estos últimos 20 años, nos lo hubiera parecido en el mundo occidental. El régimen extremista del que el mundo habla y se asombra no es nada nuevo.
Las primeras restricciones del dominio talibán van dirigidas a las ilusiones y derechos de millares de mujeres y niñas en Afganistán. En los últimos 20 años de libertad, pudieron alzar sus voces para exigir los mismos derechos que la mayoría de las mujeres tenemos asumidos. Miles de afganas estudiaron en universidades, se convirtieron en enfermeras, periodistas, doctoras o profesoras, abriendo camino con su lucha para generaciones futuras. Ahora estos derechos han retrocedido 20 años en apenas unos días. Se les ha restringido la libertad de movimiento y su acceso a la educación y al trabajo, a la vez que se ha impuesto de nuevo el burka, convertido en el rostro común de la mujer afgana, que las cubre, las silencia y las niega. En apenas unas horas se han diluido dos décadas que empezaban a ofrecer derechos a las mujeres.
Así es ahora su vida en el infierno afgano, abandonadas y solas ante la misoginia de los talibanes. Vida en que las mujeres no tienen ni siquiera derecho a salir a la calle sin la compañía de un varón. No podemos seguir mirando hacia otro lado.