Cuando, en 1963, Josep Melià Pericàs culminó su obra Els mallorquins –publicada en 1967 debido a la miseria intelectual de la censura franquista– todavía subsistía en la Isla un sustrato social que se remontaba más de siete siglos atrás. Luego, en pocos años, se incrementó de forma exponencial el número de trabajadores peninsulares que emigraron a nuestra tierra en busca de las oportunidades que el turismo comenzaba a proporcionar. Aun así, una abrumadora mayoría de isleños hundía sus raíces familiares aquí.
Entonces se podía hablar, en términos estrictamente sociológicos, de La nació dels mallorquins, aunque hiciera más de dos siglos que políticamente los monarcas Borbones hubieran acabado con las singularidades institucionales y hubieran extendido a toda España la estructura burocrática castellana como elemento de homogeneización.
En suma, resultaba sencillo definir, a mediados de la pasada centuria, a un mallorquín como aquel individuo nacido en la Isla, mayoritariamente con apellidos de origen catalán y en cuya familia se hablaba habitualmente mallorquín, aunque su alfabetización lo hubiera sido en castellano.
Todo este entramado social entra en profunda crisis a finales de siglo, cuando al ya importante número de trabajadores y familias de origen peninsular –cuyos hijos mallorquines son, en general, castellanoparlantes–, se une una inmigración extranjera proveniente del este de Europa, de Marruecos, del África subsahariana y de Sudamérica, que no solo abunda en la predominancia del castellano como lengua de uso común en la Isla, sino que además aporta modelos sociales, familiares y culturales muy distintos al, digamos, tradicional.
El lunes pasado, Ultima Hora publicaba el dato de que solo el 53,8 por ciento de los residentes en Mallorca ha nacido aquí, y que casi un cuarto de la población lo ha hecho en el extranjero. La conclusión es obvia: los mallorquines de 1963 y de 2020 no tienen ya nada que ver. Además, no podemos sustraernos a la realidad de que, de ese 53,8 por ciento, muchos lo son a su vez de padres peninsulares o extranjeros –uno o ambos–, lo que supone un cambio social muy significativo con relación a la Mallorca de casi todo el siglo XX.
Lo he comentado muchas veces, especialmente con ocasión del modelo lingüístico escolar que pretende fosilizar el Govern: en veinte años, Mallorca ha cambiado más que en ya casi ocho siglos desde la Conquista. Y esa realidad debe ser, en primer lugar, entendida y, luego, atendida. Para empezar, las opciones políticas balearistas o mallorquinistas están obligadas a cambiar un discurso identitario que ha perdido sentido y que ya solo cala en una ínfima minoría, por un argumentario integrador, en el que el eje central deje de ser la lengua y la cultura maternas –sean las que sean y aunque, indudablemente, nuestras raíces históricas deban protegerse– y pase a ser el de los intereses comunes que unen a todos los que vivimos y trabajamos aquí. En suma, se trata de colocar la economía en primerísimo lugar, y, asimismo, el maltrato sistemático que recibimos del Gobierno central, que las sucursales baleares de PSOE y PP jamás han arreglado, ni arreglarán. Estoy completamente seguro de que todos los residentes en Mallorca vamos a estar de acuerdo en eso.