Ayer murió Andreu, mañana será olvidado. No es que hubiese sido un don nadie, había subido a algún escenario, merecido fotos en los periódicos y su Ayuntamiento le concedió una medalla. Enfermó hace dos años y ayer murió. Qué pronto se nos olvidan últimamente los muertos, qué ágil se nos ha vuelto el olvido. Mañana, de madrugada, el gallo no olvidará su canto, pero sus vecinos que despierten con vida no van a recordar que Andreu vivió en su calle. Nada más viejo, se decía, que un periódico de ayer y ahora nada más olvidado que quien murió ayer. A quienes hoy estamos nos sucederán quienes jamás sabrán que estuvimos.
Me sigue pesando el hecho, pero no me extraña. Cómo extrañarme de que olvidemos tan pronto a los que ya no están si a los que están no los tenemos en cuenta. Me estoy refiriendo a gente precisamente buena. La bondad no tiene quien la escriba ni pronuncie. De la Última Cena recordamos a quien se marchó para la traición, pero no recordamos a quien se quedó a fregar los platos. Hoy todos recordamos diez nombres de los cien más corruptos del país, incapaces de recordar cinco de los cien mil que ejercen una labor generosa en voluntariados.