Los tiempos son llegados, ya es innegable. O, por decirlo en términos menos bíblicos, ya están aquí las ineludibles leyes de la física. Arden Grecia, Turquía, California y Siberia, y Groenlandia, Canadá, el Mediterráneo y Oriente Medio son arrasados por olas de calor, mientras se inundan Alemania, Bélgica y China.
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC) acaba de publicar su sexto informe, en el que confirma lo que llevo diez años contándoles: «La vida en la Tierra puede recuperarse de un cambio climático (...). La humanidad no». «Los escenarios previstos conducen a un calentamiento global medio de entre 3,3 ºC y 5,4 ºC. Aumentar solo dos grados sería como aumentar casi cinco grados el de un cuerpo humano». ¿Lo quieren más claro? Según el profesor de Oxford y miembro del IPCC Tim Palmer «si no detenemos pronto nuestras emisiones, nuestro clima futuro podría convertirse en una especie de infierno en la Tierra», y el secretario general de la ONU habla de «código rojo».
Después de treinta años de avisos, por fin negro sobre blanco: «Irreversible», señalan. Sólo le cabe un pero a este sexto informe: el IPCC no ha osado señalar la causa última del desastre, o lo hace muy tímidamente, por aquello de no incordiar al verdadero poder: el capitalismo. Sólo se atreve a señalar que «los cambios deben tener muy en cuenta la desigualdad para ser aceptados» y que «el 10 % más rico emite diez veces más que el 10 % más pobre», pero ya toca asumir de una puñetera vez que el mandato capitalista del crecimiento perpetuo resulta suicida, homicida y ecocida.
Mientras, los políticos amplían puertos y aeropuertos y hacen autopistas en vísperas de la pantomima de la enésima COP (la 26, por cumbres políticas que no sea), donde entre la falacia y la quimera se hablará de coche eléctrico, hidrógeno y crecimiento verde, del Acuerdo de París y del Protocolo de Kioto.
Algunos lectores –y sin embargo amigos– me dicen que el alarmismo desmoviliza, o incluso entienden que doy la batalla por perdida. Todo lo contrario: la gente merece la pena y hay que luchar por el futuro, pero no hay tiempo para decisiones erróneas, ensayos ni medias tintas. De hecho, ahora hay que luchar más que nunca, porque no habrá una segunda oportunidad, es ahora o nunca.