La ONU ha lanzado la voz de alerta sobre el calentamiento global y las catástrofes que nos esperan en las próximas décadas si no se toman medidas drásticas. El problema es que el planeta funciona con un motor ultracontaminante y pararlo supone detener el progreso. Llevamos doscientos años exprimiendo este limón y, a la mayoría, nos ha ido muy bien. La humanidad –si bien no toda en el mismo grado– ha alcanzado niveles de confort, seguridad, sanidad y educación nunca vistos en la historia. Nadie con dos dedos de frente puede reivindicar ningún pasado como un tiempo mejor. No lo hubo.
La vida fue siempre durísima para el ser humano y la enfermedad, la violencia, la escasez y la muerte han sido acompañantes fieles durante milenios. Tiempos en los que el planeta respiraba aire más puro, desde luego. Pero ese ha sido el precio de nuestro bienestar. Ahora hay que plantear alternativas, porque se ve que este ritmo no es sostenible. Sabemos que los mayores contaminantes son las grandes potencias industriales y comerciales, pero, claro, que echen el freno y pongan en riesgo su supremacía es mucho esperar de ellos. Así que el marrón nos va a caer a los mindundis de siempre. A la gente corriente y moliente que cree que con sus pequeños gestos –reciclar el papel, comprar un coche eléctrico o electrodomésticos eficientes– puede cambiar el mundo. Yo soy muy práctica y bastante incrédula. Siempre que desde las grandes alturas exigen sacrificios mi primera pregunta es ¿a quién beneficia esto? La conclusión rápida es que hay sectores económicos potentes que sacarán tajada de esta crisis climática y ganarán más dinero que nunca.
El mundo funciona así. Promoverán un cambio de paradigma revestido de solidaridad, de compromiso ético, de ecologismo y blablablá y lo que nos estarán colando será un nuevo estilo de vida seguramente más pobre y esclavizado para la mayoría y más boyante para los pocos de siempre. Cuando vea algún gesto radical desde Washington, Pekín y Nueva Delhi, la señal de que verdaderamente esto va en serio, pondré mis barbas a remojo. Hasta entonces, lo siento chicos, reciclaré lo poquito que pueda y seguiré sin tener coche. Pero no me pidan más sacrificios para que los gigantes de la contaminación sigan en sus trece.