Otro fin de semana de policías, multas, dispersiones y desalojos. No hay manera de que gente en edad de excesos se frene un poco. Con vacuna y sin vacuna, persisten en sus excusas para seguir en la insensatez. Uno entiende lo de salir, conocer, ampliar círculos y repetir el acto social de beber y algo más. Los viejos roqueros muy dados a paralelismos recurrirían al trillado espíritu de la colmena para enmarcar actitudes. Quizá haya algo de eso, porque en el espacio de naturaleza que me rodea es fácil observar que las abejas de la miel están muriendo a centenares en el exterior por intentar beber en piscinas, embalses y safareigs, enloquecidas por la sed. Gran culpa es de apicultores que incumplen la obligación legal de poner agua al lado de las colmenas. Y en el interior caen a miles por ese ácaro llamado varroa que en algunas zonas están devastando ya uno de cada tres enjambres.
Es fácil suponer que la masificación favorece la infección en la naturaleza como el contagio del bicho se ceba en aglomeraciones de gentes alegres y confiadas. Hombre, en los campos no todo es bonito porque hay enjambres de abejas salvajes que no hacen nada bueno y sí mucho malo a las mellíferas. Como también hay en las noches urbanas manadas depredadoras de sexo y jaurías del odio que destrozan a indefensos inocentes como Samuel. Quizá tengan algo del espíritu retorcido de la mini colmena, como los zánganos y las asiáticas. No hay vacuna efectiva. No sé si se merecen esfuerzos. Las que sí se merecen que las salvemos, para salvarnos, son las abejas de la miel.