Mi marido dice que soy histérica con la seguridad de nuestros hijos y que veo peligro en todo. Pero es que no creo que haya nada más insoportable y desgarrador que perder a un hijo. Claro que siento miedo. Sobrevivir a la ausencia del ser que llevaste en tus entrañas y pariste con un dolor que solo ese amor compensa debe ser para perder el juicio. Para morir en vida. Imagino el lamento eterno ante un accidente, pero no acierto a pensar el sentimiento si su muerte fue por un asesinato.
Cuando iba al instituto alguien mató a un amigo y a su novia. Tenían 18 y 16 años. Yo 17. Aparecieron muertos con varios tiros en un descampado, ella en el asiento trasero del coche y él en el maletero. Nunca condenaron a nadie, probablemente porque la investigación fue una chapuza. Es evidente que aquello me marcó en mi adolescencia. Y empecé a ser prudente en mis salidas. A ello se unía ser mujer y sentir ese miedo que te hace apretar los músculos al volver a casa y girar la cabeza temiendo que algún malnacido te siga.
El riesgo está en todas partes. Porque no sabes cuándo va a cruzarse en el camino de tu hijo un monstruo capaz de arrebatarle la existencia a golpes, sin motivos, sin compasión, con la cobardía de seguir propinándole patadas cuando ya está inconsciente, dejarle sentir el instantáneo alivio de creer que le ha perdonado la vida y volver, con premeditación y alevosía, a rematarlo en manada. Cuando alguien es capaz de ese ensañamiento, no hay lugar para la reinserción. No vale la excusa del consumo de alcohol o droga, elementos que no deberían ser atenuantes. Cuando sujetos demuestran ese odio incontrolable, la sociedad debería preocuparse de su grado de podredumbre. Tampoco vale la excusa de una edad marcada por una legalidad que debió encontrar un límite, pero que no tiene en cuenta la responsabilidad del que sabe perfectamente lo que hace aunque no llegue a los 18.
No sé si en el caso de Samuel ha habido un móvil homófobo, pero eso no importa. Os sí. El que no respeta la igualdad, hoy ataca a un homosexual y mañana a una mujer, a un inmigrante o a uno que le recriminó por tirar un papel por la ventanilla del coche. Buscará al débil y le bastará cualquier pretexto para sentirse superior atacándole. Es entonces cuando debemos ser intolerantes con los intolerantes y los violentos, con los medios de comunicación que banalizan y potencian la agresividad, con los partidos políticos que alientan la violencia y el desprecio, con la educación escolar y familiar que olvida los valores, con el mercado que alecciona a chavales con videojuegos sangrientos, con la justicia que no penaliza y no ofrece consuelo... Todo el sistema es responsable, pero no convirtamos al verdugo en víctima. Que cada cual apechugue con sus actos y los afectados decidan si pueden perdonar.