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Tiempos escolares

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Regresan, aunque parezca imposible, los días cálidos. Digo imposible porque seguramente este invierno se me ha hecho muy largo. Incluso llegué a creer que mi vida se había instalado en los días breves y las noches largas. Sin embargo, la naturaleza sabia sigue su curso y el ciclo de las estaciones rueda, a pesar de la suerte que corremos los humanos. Más allá de lo que vivimos individualmente, el mundo adquiere ritmos propios.

Se repiten las estaciones, cada una con un espléndido abanico de luces y olores. Olemos a verano y, de repente, se acaba el curso escolar. Me pregunto cuántos cursos escolares he vivido: los de la infancia, cuando deseábamos la sal y la arena en la piel, los juegos en el mar. Los de los exámenes finales de una juventud inquieta, llena de noches en vela aprendiendo apuntes y subrayando libros. Las de la madurez, cuando el trabajo se alargaba y el verano se hacía muy corto. A medida que han pasado los años, he descubierto que aquellas vacaciones de verano ya no son eternas. Nos lo habíamos creído porque el tiempo parecía multiplicarse ante nuestros ojos.

El tiempo detenido en verano para hacernos imaginar que los estíos duran para siempre. Se acabó un nuevo curso escolar. Volví a acompañar a mi hija a recoger las notas finales. Hubo el punto de emoción de las noticias que se esperan. Las conversaciones con su tutora, una chica maravillosa, tan clara como su nombre. Fue un momento mágico. También volví a examinar a mis alumnos de la Universidad. Transcurrieron muchas horas de correcciones algo tediosas, a veces sorprendentes.

Hacía calor. Leía los escritos de mis alumnos atentamente. La gente se movía por la calle con la lentitud de movimientos que el calor favorece. Estábamos en verano, se habían terminado las clases y me costaba creerlo. Hay veces en que la realidad del mundo se avanza a nuestro propio calendario interior. Y los tiempos del cielo y del alma no encajan.

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