Otra vez han asomado los días de luz; que son, cada año, una ceremonia permanente de admiración y, que si fueran música, equivaldrían a momentos perdidos pero que no se terminan de ir de los recuerdos: escuchar a una monjas cantar Vísperas tras un muro de las Dueñas –una tarde de sol en Salamanca, por ejemplo– o hacerse preguntas la primera vez que te cruzas, sin buscarlo, con el Magnificat de Bach. Otra vez asoman esos días de luz de las semanas de junio previas al solsticio de verano y que si eres del Mediterráneo (el nacionalismo se justifica en casos así) representan todo.
Estos días de luz serían el equivalente a perderse un buen rato y recitar –u oír recitar a quien sepa– los poemas de WW en Hojas de Yerba –yo me celebro y me canto– y, sobre todo, serían el momento de planificar lo que queda de año con la convicción de que se cumplirá. Cualquiera cosa que no se haya previsto estos días resultará más difícil de concretarse. Los días de luz, que se alargan poco a poco hasta que empieza el verano con su declinar, no faltan ningún año, ni siquiera el año 2020, primero de la pandemia, cuando fueron únicos.
Habrá quienes piensen (aunque, también, mucha gente opinará lo contrario) que no viviremos nunca un junio como aquel. Entonces se acababa el primer estado de alarma, no había invasión de turistas, la gente se había creído eso de que de esta saldríamos mejores y que todo era un téntol para repensar y no caer en viejos errores. Los días de luz de 2020 fueron un pasaporte a paraísos perdidos de la Mallorca de tiempos pasados y podías sentirte libre de verdad e imaginarte cómo reconstruirías el mundo con lo que habías aprendido. Poco a poco te llegaban instrucciones y tiempo. Quedan días de luz para gozarlos este año. Vienen acompañados por un eclipse y, como cada año, se cuela también entre ellos (el próximo miércoles) el Bloomsday.