Nos hemos acostumbrado a la fuerza a vivir online. Muchas personas trabajan desde casa a través de las pantallas de sus ordenadores. Cada vez hay más reuniones de trabajo no presenciales. Los cursos, las clases, las conferencias se hacen a distancia. Durante mucho tiempo, las pantallas se convirtieron en un recurso salvador que nos permitía encontrarnos con la familia o con los amigos, salvando las grandes soledades que eran fruto de la pandemia. A veces quedaba con un grupito de amigas. Cada una en su casa, lejos y cerca a la vez. Alzábamos una copa de vino blanco e intentábamos recuperar la esperanza.
Muchos conocidos míos hacían cenas virtuales: desde comedores distintos, conversando entre todos. Al principio la situación resultaba forzada. Costaba adaptarse a esos encuentros que nos congelaban el alma al recordarnos lo que vivíamos. Eran esfuerzos de supervivencia, la voluntad de mantener una cierta normalidad a pesar del caos.
Poco a poco hemos ido normalizando las relaciones online. Las incorporamos a la vida porque los seres humanos tenemos una enorme capacidad de adaptación. Buscamos constantemente caminos para avanzar. Hace unos días sucedió una anécdota que explica lo difícil que puede ser ese camino.
Ocurrió en un instituto de Mallorca. Todos los profesores participaban en una reunión online. Se trataba de una de esas reuniones largas, a menudo tediosas, que se prolongan durante horas. En este tipo de sesiones, suelen acumularse el cansancio y la tensión. De repente, una de las profesoras desconectó su cámara. Aunque seguía conectada a la reunión, los demás no podían verla. No es algo particularmente extraño. Hay quien necesita hacer una pausa, relajarse sabiendo que no es el centro de las miradas. Sin embargo, la situación cambió cuando sus compañeros advirtieron que había olvidado desconectar el micro.
Todos oyeron los jadeos de la susodicha quien, seguramente para aliviar el estrés, estaba haciendo el amor con su pareja a voz en grito. La directora intentó poner orden preguntando qué ocurría. Los profesores se fueron desconectando, pudorosos, en un intento de respetar una intimidad de la que nadie pretendía formar parte. Se disolvió la reunión con el recuerdo imborrable de una compañera de trabajo en su momento más íntimo.