Es cierto que cada uno de nosotros debe encontrar el camino de sus grandes metas: el camino que conduce a sí mismo, el que conduce al otro, el que conduce a Dios. Bueno y agradable es compartir las itinerancias. Con respecto a la búsqueda de Dios, comparto algunas experiencias. Una, si el terreno de mi búsqueda no me proporcionaba el aroma de la belleza, he cambiado de terreno; no me ha resultado suficiente oler a verdad ni oler a bondad, quería que la búsqueda misma fuera hermosa y oliera a belleza.
Otra, no me ha resultado en absoluto satisfactorio cuando de Dios he pretendido su justificación; nunca me ha dado por adorar las conclusiones de silogismos, no logré adorar al ‘motor inmóvil' aristotélico y he seguido buscando a Dios por otras rutas, convencido que el misterio se desliza por otros parámetros.
Y otra, cuando he intuido que Él podía no estar demasiado lejos de mi alcance, no he abierto las manos para cogerle, las he abierto para acogerle; tengo la impresión de que Dios no se deja coger en el sentido de poseer o abarcar; Dios, porque siempre me excede, siempre lo he concebido más colindante con sorpresa que con logística, más sinónimo de gratuidad que de conquista, más cercano al don que al trofeo.