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Dale que dale

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Hacía buen tiempo. Me sentaba en la terraza de un kebab situado en una conocida plaza, me pedía una caña y miraba hacia el tercer piso del edificio que tenía justo enfrente. Minutos después, como un reloj, el viejito aparecía en su alargado balcón y comenzaba su andadura de izquierda a derecha, en el recto sendero que le permitían los barrotes de la barandilla y la cristalera del interior del piso. Tres metros adelante, tres metros atrás. Una vez, dos veces, tres veces. Adelante, atrás, cuatro con el un, dos, tres… Cabello gris, gafas de vista, camiseta imperio, pantalones cortos y sandalias con calcetines. Un minuto, dos minutos, tres minutos. Un cuarto de hora. Media hora.

Me daba tiempo a tomarme otra caña mientras el viejito continuaba con su marcha. Dale que dale, dale que dale, sin desfallecer. Me quedaba embobado mirándolo. Luego pagaba mis consumiciones, me despedía del propietario del kebab y me emplazaba a ver al viejito de nuevo a la tarde siguiente. En ocasiones, alzaba la mano a modo de despedida, pero él seguía inmerso en su ejercicio diario. Admiraba a ese caballero que encomiablemente se dejaba la piel en solitario para mantenerse en forma, aunque fuese en aquel pequeño territorio de tres metros cuadrados.

Sospecho que si llego a esa edad haré algo parecido, aunque luego mi vida quede resumida en una escueta frase en el obituario: «CMN fue un mal estudiante y un mediocre trabajador. Le hubiese encantado ser hipotenusa, pero se quedó en cateto.» Y me importa un rábano. Lo hubiera dado casi todo por ser Mágico González o, en su defecto, Jesucristo Superstar o Louis de Funes . Suena El del medio de los chichos y tampoco me hubiera importado ser el del medio; me quedo a medio camino de todas partes.

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