La elección de un nuevo president de la Generalitat proporciona el confort de regresar a los clásicos y a tiempos prepandémicos. Que Pere Aragonès haya conseguido el apoyo de la Cámara, a pesar de la espera, proporciona una esperanza mayor de la vuelta a la normalidad que todos los anuncios posibles sobre llegadas masivas de vacunas. Cuando en su discurso promete que va a conseguir la independencia de Catalunya a través de un referéndum pactado con el Estado proporciona la prueba de que la recuperación es posible. Si ya se puede pensar en romper España de nuevo es que, sin duda, lo peor ya ha pasado. Cuesta recordarlo, pero no hace mucho, era lo único que aparentemente importaba. Eran tiempos mejores, no cabe duda, de mayores certezas. Es verdad que la única certidumbre que había era que todo aquello iba a acabar mal, pero al menos era un pesimismo sólido. El nuevo presidente ensaya un complicado equilibrio entre el realismo y el prometer lo que sabe que es imposible el primer día. Nada extraño. Habrá que ver cuándo o cómo intenta escenificar la ruptura, si lo hace o no. Pero ahora mismo eso es lo de menos. Basta con que se recupere la narrativa. En breve se reactivará la opuesta del nacionalismo español: el pacto nefando de Sánchez con Esquerra y el peligro a la unidad española. De nuevo será ruido, mucho ruido, algún gesto inútil más de consecuencias nefastas como ya vivimos. Pero ese ruido ahora provoca cierta tranquilidad de rutina.
Ahora, en dimensión local, ya sólo queda esperar a que se recupere el debate sobre los efectos nefastos de la sobreexplotación turística. El día que eso vuelva a estar encima de la mesa de forma seria será que todo habrá pasado. Lo intentó hace unos días el vicepresidente del Govern pero el campo está aún sin arar para poder recuperar otro espacio de confort. Llegará y esperemos que pronto.