Es ya un lugar común en el pensamiento político la desolación y la tristeza al comprobar cómo los hijos y nietos de aquellos judíos que se salvaron del exterminio nazi, pretenden ahora hacer lo mismo con los palestinos por un trozo de tierra estéril.
Todo es artificial en Israel, desde su fundación y localización hasta su agricultura antiecológica basada en la desalinización de agua para regar el desierto. Es artificial su propia y controvertida creación, entre otras cosas, porque el perfil genético de los israelitas, según la Universidad Johns Hopkins, muestra que el 90 % de los judíos ni siquiera provienen de esa zona, sino del imperio jázaro, es decir, del Cáucaso, y además sus genes están muy mezclados con europeos.
Pero Israel es de alguna forma el estado número 51 de los Estados Unidos, constituye un auténtico portaaviones del imperio en Oriente Próximo, de quien recibe apoyo político y un enorme suministro de armamento.
El mecanismo es idéntico desde hace muchos años: Primero se deja que masacren durante una o dos semanas, y cuando la bestia está saciada la mal llamada comunidad internacional habla tímidamente de alto el fuego, negociación y fin del conflicto. (Ya saben cómo es esa mal llamada comunidad internacional: Venezuela es malísima pero en Colombia no pasa nada, y en Palestina o el Sahara Occidental mucho menos).
La dramática voladura del edificio de la prensa en Gaza, una especie de 11-S palestino, muestra a las claras, una vez más, el talante israelí. Los muertos se cuentan por cientos, muchos de ellos niños. Ignorando todas las resoluciones de Naciones Unidas, bocado a bocado, masacre a masacre, Israel invade y destruye hasta que lo último que quede de Palestina desaparezca del mapa. Créanme, no tengo nada contra los judíos, pero lo tengo casi todo en contra de Israel, contra sus crímenes sin fin. Ahí está, a la vista de toda la humanidad, imposible de negar, el exterminio sistemático de un pueblo. Por más que la engrasada máquina de propaganda israelita haga esfuerzos denodados por justificarse y aun por presentarse como víctima, su política resulta políticamente insostenible y moralmente insoportable. ¿Cuántos años más puede el mundo mirar hacia otra parte mientras se consuma la destrucción de una tierra, de una cultura y de todo un pueblo?