Cuando buena parte de la sociedad de un país llega a la conclusión de que apartar del poder a un dirigente es más un problema de salud pública que de urgencia política, quien le sustituye acostumbra a ser acogido con cierta cordialidad incluso por aquellos cuya ideología no coincide con la del recién elegido. Y Joe Biden encontró ahí su primer escollo al tener que hacer frente a una media Norteamérica fanatizada día a día durante cuatro años por un Trump que carecía de otro argumento.
De todos modos, si hay que reconocer que los primeros cien días del nuevo presidente se han beneficiado de un crédito que el hombre se ha ganado exhibiendo, precisamente, todo lo que le faltó a su antecesor, tolerancia. Pero, transcurrido ese período inicial, a Biden se le empieza a cuestionar, llegándose hasta a hablar de él como de un radical. Matizando un poco, si ser radical es afrontar los problemas, sin miedo y con la firme resolución de llegar hasta el fondo de la cuestión, efectivamente Biden puede ser considerado un radical.
Otra cosa es que se pretenda etiquetarlo como tal por acometer políticas que exigen coraje y suponen riesgo. Me refiero especialmente a su decisión de apoyar la liberalización de las patentes de vacunas. Hace ya tiempo que la exención temporal de los derechos de propiedad intelectual de las vacunas se reclamaba desde las organizaciones y países más perjudicados por el mercadeo de un bien que merece estar al alcance de todos. Biden ha tenido los bemoles suficientes como para reclamar una medida.
No sólo en el momento más adecuado, obviamente en plena pandemia, sino también con vistas a futuras crisis sanitarias, más o menos previstas. Y ese es un bien que nadie le va a poder quitar.