La idea de la deflación, la caída de los precios, era un recuerdo lejano adscrito a la Gran Depresión de los años 1930. Pero a partir de la década de 1990 se produjeron caídas persistentes de precios en Japón, China y otros lugares. La deflación también empezó a preocupar entonces en Alemania y en Estados Unidos. La deflación puede ser peor que la inflación no solo porque aumenta la carga real de la deuda, sino también porque las empresas enfrentarían el incremento de los salarios reales en un mundo donde prevalece la rigidez del salario nominal. Sin embargo, ahora el debate sobre el repunte de la inflación se ha abierto. Algunos que abogaban por un incremento del gasto, una expansión de la política fiscal que acompañara a la monetaria, señalan ahora que la inflación va a ser una seria amenaza en 2021 y 2022, precisamente a causa de ese crecimiento. La advertencia viene desde Estados Unidos, y desde las escuchadas palestras de los economistas Larry Summers y Olivier Blanchard .
Sabemos que un perfil de inflación en términos aceptables acompaña etapas de crecimiento económico intenso: pasó entre 1870 y 1913; también entre 1950 y 1973, cuando la inflación en la Europa occidental fue del 4,3 %, mientras el gasto público en los países de la OCDE pasó del 25 % sobre PIB en 1950 al 36,6 % en 1973, y la productividad crecía al 5,83 % en Alemania y 2,57 % en Estados Unidos. La oferta monetaria se expandía a una tasa anual del 10 % en Alemania y del 4 % en Estados Unidos entre 1950 y 1973 (datos en: Maddison Project).
Por tanto, es razonable pensar que los precios remontarán por el impacto de los estímulos fiscales durante la COVID-19, y que la vigilancia de los bancos centrales, con las experiencias adquiridas, contribuirá a una regulación adecuada; de hecho, la preocupación por los escenarios de deflación sigue estando presente, sobre todo en la eurozona. Seguimos con demandas anémicas. No parece que esto vaya a cambiar ni en 2021 ni en 2022: los previsibles impactos de los fondos europeos no se apreciarán de manera tan inmediata. Tampoco son presumibles subidas de tipos de interés.
En este contexto, se revela como excesivamente cautelosa la postura de advertir de un potencial peligro inflacionario cuando, a la vez, se prescriben políticas de expansión de la demanda agregada. Resulta técnicamente alambicado justificar esto, ya que involucra una determinada política económica y su contraria. En definitiva: la inflación aparecerá, sin duda, al calor de los estímulos monetarios y fiscales. Como ha pasado siempre. Una evolución razonable al alza de los precios (y esto es tan abstracto como aseverar que hay un peligro de inflación sin que se concrete) será un indicador de que la inversión y el consumo remontan, de que existe más circulación monetaria y de que se expanden las demandas pública y privada. Esto no es una opinión ni una hipótesis: es historia económica. Será entonces cuando los bancos centrales deban estar atentos para, sin estrangular los crecimientos que se produzcan, condicionar tipos de interés asumibles en un marco de expansión económica.