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Me gustaría ser diácono

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Siempre me ha llamado la atención que una de las actividades primordiales de los americanos, según las extraordinarias películas de sobremesa de los fines de semana, sea asistir a misa dominical como un hecho crucial, ameno, enriquecedor y lúdico, amén de valorar la calidad de los sermones del Padre Charles o del Padre Murphy. Da lo mismo si se ha golfeado la noche anterior, pasado con los ácidos u otras sustancias químicas, encerrado en lupanares de alto standing, los domingos, las familias de clase media alta americanas, que viven en selectas urbanizaciones donde cada chalet cuenta con su parcela de césped segado con esmero, se visten con decoro, en sus cutis muestran una radiante felicidad y las ojeras brillan por su ausencia.

Hubiera dado el pie izquierdo por estar presente en las salidas en tromba de la iglesia, con los feligreses aún en la escalera valorando la profundidad del mensaje del Pastor de la congregación. Luego reunidos en familia junto a la piscina del patriarca para hacer una barbacoa, tomar unos daiquiris y charlar sobre las gentilezas de las universidades a las que vamos a enviar a nuestros hijos, que ya se visten de gala para asistir a la fiesta de graduación de la High School, valorar la aplicación solemne en los estudios, las posibles salidas de las carreras a las que pretenden acceder, los partidos a los que se desea presentar a nuestros retoños con objeto de formalizar un noviazgo venturoso. Todos, anhelantes de felicidad, reflejando nuestros semblantes en las aguas cloradas y azules. Esas pelis me contagian esa amalgama de valores que fui descartando a lo largo de mi existencia como si yo pretendiera ser algo más que un pobre feligrés deseoso de una mano amiga. No sé si me queda tiempo para ser al menos un diácono.

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