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Secreto, secretísimo

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No existe secreto alguno que el tiempo no acabe por revelar. Cuando menos eso dice la sabiduría popular, pero lo que quizás ocurre es que históricamente al pueblo español no se le han dado muchas oportunidades de ser sabio, de confiar en él, y así cumplir con la sapiencia de las gentes resulta más complicado. Hablo de esto a cuento de la intención del Gobierno de reformar la Ley de Secretos Oficiales que data de 1968, siendo de año siguiente el decreto que la desarrolla, firmado nada menos que por el ‘inolvidable' almirante Luis Carrero Blanco . No se trata del primer intento ya que en el año 2016 desde el PNV se propuso dejar atrás los resabios franquistas del texto. La ley ahora vigente es de una obsolescencia que da risa. Por ejemplo, uno de los órganos adecuados para la clasificación de documentos, la Junta de jefes de Estado mayor, ni siquiera existe ya; por otra parte, se regulan algunos aspectos a los que calificar de anacrónicos supone concederles un honor inesperado, así, el cambio de combinación de las cajas fuertes, o la destrucción de materias secretas «por medio de fuego o procedimientos químicos». Sí, de risa, pero también de llanto, ya que al no establecer la ley un plazo de caducidad, los documentos secretos lo son... eternamente. Algo que, obviamente, ha venido dificultando la labor de los historiadores españoles, hasta el punto de obligarles a acudir a archivos de países extranjeros para documentar sus investigaciones. Desde los partidos mandones, PSOE y PP, no han manifestado gran interés por el asunto, vamos, como si tuviéramos miedo a nuestra historia, en muchos casos es de temer, pero, hombre, hay que echarle cuajo...

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