El neofascista Vox perjudica al PP y favorece al PSOE
Vox es un partido neofascista. Neo, porque se diferencia del fascismo clásico en que no explicita su naturaleza sino que la esconde bajo una pátina de modernidad populista. Es lo que hacen los nuevos fascismos en toda Europa, desde el Frente Nacional de Le Pen en Francia a la Unión Cívica de Viktor Orbán en Hungría, pasando por la italiana Liga Norte de Mateo Salvini. El fenómeno español es calcado a todos ellos. De hecho se coordinan y beben de la misma estrategia de penetración social: mensajes simples, recetas mágicas, poder estatal fuerte -con voluntad autoritaria, aunque nunca lo dicen-, xenofobia, ultranacionalismo... Se dirigen a las bases sociales menos formadas y más afectadas por la crisis económica y que no recuperarán nunca la posición socioeconómica que tenían antes de la misma, y que por ende están resentidas contra todos los partidos políticos democráticos.
Como todos sus colegas de esa verdadera 'Internacional Negra', Vox intenta disimular su condición ideológica travistiéndose de supuesto demócrata, e incluso algunos de sus dirigentes poco menos que se erigen en únicos defensores de la Constitucion. Sería de risa si no fuera tan serio. Eso sí, a pesar de la consigna de ponerse la piel de cordero de vez en cuando les sale el lobo de lo más profundo: como le pasó a Javier Ortega, el secretario general, cuando se grabó en video diciendo que el franquismo “fusiló, sí, pero sin odio, con amor” a los demócratas.
¿Por qué cala ahora el mensaje neofascista y no antes? Si pasaba en otros países era cuestión de tiempo que aquí pasara igual. Jesús Gil y Mario Conde lo intentaron, pero llegaron demasiado pronto. Ahora existen -como diría un marxista de libro- “las condiciones objetivas” para que cristalice. ¿Cuál ha sido el catalizador? Sin duda alguna la base socioeconómica comentada es fundamental a la hora de explicar el renacimiento negro, sin embargo también la actitud de Mariano Rajoy en relación al desafío independentista catalán se convirtió en un elemento que ha resultado clave para Vox, tanto por la entidad política de la cuestión como por su relevancia ideológica y llamativo simbolismo.
La incógnita ahora estriba en saber hasta qué punto puede hacer daño el desarrollo de Vox al PP. Es casi seguro que obtendrá representación al Parlamento Europeo, porque la circunscripción única se la asegurará en caso de que la actual intención de voto demoscópica se convierta en acto en urnas. Mucho más difícil lo tendrá en los comicios locales y autonómicos, si bien por Madrid podría asomar a la Asamblea y ayuntamiento capitalino. En la próxima cita electoral, en Andalucía, tendremos una visión más nítida del potencial erosivo de Vox. Pero el gran reto de la formación ultraderechista serán las elecciones generales. En ellas se lo jugará todo. Porque por mucho que obtuviera representación en el Parlamento Europeo si se quedase fuera del Congreso quedaría abortada. Para consolidarse, como cualquier otra formación, requiere de obtener al menos un diputado en las Cortes. Con él se puede ganar el futuro o no -el fascismo tradicional ya tuvo un diputado hasta 1982: Blas Piñar, de Fuerza Nueva, pero fue incapaz de desarrollar su proyecto-, pero sin él es imposible.
Y en este empeño tiene enfrente al PP. El gran objetivo ultraderechista es liquidar las opciones de poder de la derecha democrática. Sólo si consigue que el PSOE, con apoyo de Podemos y los independentistas, se mantenga en el Gobierno tendrá opciones de crecer a costa del partido derechista tradicional. Por eso se suele decir que si Vox tiene éxito -le bastaría más o menos un 4%-5% de voto- significará apuntalar en La Moncloa a Pedro Sánchez. Así es.
De momento los dirigentes conservadores no saben cómo enfrentarse a la eclosión fascista que amenaza con quitarles una bolsa de votos que sin ser muy grande puede resultar esencial. Porque Vox podría restarles suficientes sufragios en algunas circunscripciones que les supusieran -por la matemática electoral- una derrama significativa de diputados, sin que los ultras los sumaran sino que se irían a las otras formaciones . Con el resultado dicho: la derecha quedaría condenada a la oposición durante un buen puñado de años. Como poco Vox ya ha ayudado a que el PP haya perdido su principal fuerza política y electoral: la unidad, la concentración del voto desde el centro hasta la ultraderecha bajo las mismas siglas. Perdió primero a los que le huyeron hacia Ciudadanos y ahora Vox le quitará otra parte.
Como le ha ocurrido al PSOE, que fue mordido por Podemos -una formación de ultraizquierda que alberga en su seno a comunistas de libro- el PP no tiene otro remedio que acostumbrarse a la nueva situación. Le costará y sin duda será dramático porque es un partido que lleva décadas mirando por encima del hombro a cualquiera que intentara toserle desde la derecha. El doloroso tránsito será largo y no ha hecho más que empezar. Pero no hay vuelta atrás aunque todavía algún ingenuo, como José María Aznar, sueñe con recuperar la unidad y que reverdezcan laureles pasados en forma de índices de apoyo del 35% o 40% del voto. No, esos tiempos no volverán.