Lo que ha pasado durante la semana previa a la sesión de investidura convocada por la Mesa del Parlamento catalán para el martes día 30 de enero es muy grave. Nos podemos quedar en el anecdotario, muy rico sin duda, provocado por un gobierno nacional de los nervios que ve “puigdemonts” por todas partes y que hace peinar a la Policía Nacional y a la Guardia Civil puertos deportivos, alcantarillas, aeródromos donde sólo de realizan vuelos de paracaidismo… provocando los chistes y mofas consiguientes, más que merecidas. Podemos, igualmente, reducir al esperpento valleinclanesco tanto a lo que hace el Ejecutivo de M. Rajoy como a las acciones no menos delirantes del independentismo, con un Puigdemont lanzado en pos del estrellato del absurdo. Sí, podemos quedarnos en todo esto, que no diré que no sea llamativo e incluso divertido. Y merece ser reído, qué duda cabe. Pero no dejemos en el olvido dos cosas acaecidas en estos días que ponen los pelos de punta. La primera es la decisión del magistrado del Tribunal Supremo de no emitir la orden de detención europea contra el expresidente de la Generalidad catalana porque, dice el juez, precisamente esto mismo el huido querría que ocurriese para favorecer sus opciones de ser de nuevo investido en el cargo. Esto debería ser motivo de análisis del Consejo General del Poder Judicial. ¿Cómo un juez se permite hacer estas valoraciones políticas en un auto para justificar que no ordena detener a un fugado de la justicia?¿Desde cuándo la justicia obedece a estos intereses políticos y no a una aplicación del derecho políticamente neutra?... Esto es muy grave y no puede pasar al olvido. O no debería, para más bien decir, porque a fuerza de ser sincero todo indica que ahí mismo acabará. Y peor: siempre nos quedará –a los demócratas, me refiero- la inquietud de saber que ¡en el Tribunal Supremo! se decide detener a un fugado o no en función de valoraciones políticas. Lo cual no casa de ningún modo con el Estado de Derecho y la democracia. Otrosí: la vicepresidenta del Gobierno compareció ante los medios de comunicación para anunciar que el Ejecutivo decidió hacer caso omiso de la recomendación del Consejo de Estado en el recurso ante el Tribunal Constitucional contra la convocatoria del pleno para investir a Puigdemont. Y que por tanto lo presentó. Erre que erre. En su intento de justificación, Soraya Sáenz se mostró balbuceante, insegura y con voz trémula aseveró que a Puigdemont no le concurren sus plenos derechos como ciudadano, sin especificar cuáles han sido suspendidos por la justicia, la única instancia que podría hacer algo así. La respuesta es obvia. Ninguno. Los tiene todos. Porque es inocente hasta que un juez dictamine lo contrario o, en su defecto, hasta que otro, el instructor de la causa, determine que se le imponen cauciones que le impidan ser investido. Pero nada de esto ha ocurrido. No pueden extrañar los balbuceos de una abogada del Estado al presentar esa ignominia que tiene por objetivo retorcer la ley para evitar que un adversario político se salga con la suya. No sé cómo acabará lo de Cataluña, pero sin duda lo de la democracia en España va de mal en peor.
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