La histórica decisión del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya de ordenar a Israel que detenga su ataque en el sur de Gaza, donde hay miles de civiles atrapados, evidencia que el Gobierno de Benjamin Netanyahu ha entrado en un callejón sin salida y está cada vez más aislado. Incluso su socio principal, Estados Unidos, ya ha advertido a través de Anthony Blinken, su secretario de Estado, que el ejército judío debe evitar un baño de sangre en Rafah, supuestamente el último reducto de los terroristas de Hamás. La tensión coincide con el anuncio del reconocimiento del estado de Palestina por parte de España, Noruega e Irlanda, que no ha sentado nada bien al ejecutivo de Jerusalén. También continúan las manifestaciones y acampadas en universidades de todo el mundo, incluso en la UIB, que piden el fin de lo que consideran un genocidio del pueblo palestino a manos del poderoso ejército israelí.
Castigo desproporcionado.
Son muchas las voces que apuntan a que el castigo de Israel a Palestina por la sangrienta incursión del 7 de octubre, que se saldó con más de mil judíos masacrados a manos de milicianos y terroristas islamistas, ha llegado demasiado lejos. Y es desproporcionada. En el medio año de invasión de la franja han muerto unos 35.000 palestinos, la mayoría de ellos civiles inocentes que se han convertido en daños colaterales de la colosal maquinaria bélica de Israel.
La invasión debe acabar.
Lo peor de todo es que tras esta sangría y sufrimiento de todo un pueblo, la invasión no ha conseguido los objetivos que buscaba Netanyahu: destruir militarmente a Hamás y rescatar a los rehenes secuestrados por los terroristas. Jerusalén, pues, debe recapacitar y buscar una salida negociada a esta barbarie que se cobra a diario la vida de niños, ancianos y mujeres que nada tienen que ver con Hamás.