La crisis humanitaria en Gaza está empezando a recodar aquella hambruna de dimensiones casi bíblicas que azotó Somalia en 1993, cuando el señor de la guerra Mohamed Farah Aidid controlaba los envíos de ayuda humanitaria y mataba de hambre a su país. Los 2,2 millones de habitantes de la franja están padeciendo de forma trágica la falta de alimentos, agua y medicina, y las estimaciones apuntan a que 677.000 personas soportan ya un «hambre catastrófica». La ONU está haciendo ímprobos esfuerzos diplomáticos para tratar de ayudar a los gazatíes, pero el empeño de Israel en destruir toda la franja está complicando mucho las operaciones. De hecho, la ayuda de EE.UU o Jordania que se lanza desde aviones, y que cae en el mar o en playas, no es suficiente para abastecer a una población acorralada y sometida desde hace meses a todo tipo de tribulaciones. Sin casas y sin trabajo, los desplazados no tienen margen de maniobra. Y están abocados al desastre.
Derecho a la defensa.
Desde luego, es del todo comprensible que el primer ministro Netanyahu, tras los salvajes ataques de Hamás del pasado 7 de octubre, que se cobraron la vida de más de un millar de israelíes, la mayoría de ellos civiles, tenga el derecho a defenderse. Atacar a los terroristas gazatíes, que no hay que olvidar que están apoyados por el régimen iraní, es una respuesta a aquella tragedia nacional judía, pero la proporcionalidad debe ser tenida muy en cuenta por un ejército tan poderoso como el de Israel.
Tensión con Biden.
En este complejo escenario, a los analistas no les ha pasado desapercibido que la tensión entre Biden, el presidente de EE.UU, y Netanyahu va en aumento, a pesar de que la Casa Blanca sigue armando a su socio más leal. El primer ministro, por primera vez, va por libre. Lo cual no augura nada bueno.